LA VERDAD SECUESTRADA

 

 

 

¿Qué es la verdad?

Empecemos por lo más simple que es aclarar qué significa exactamente el secuestro de la verdad.

 

La posverdad es una de esas palabras que hoy se utiliza tanto que ha perdido un poco su sentido, como si de tanto oírla la hubiéramos vaciado de significado. En realidad es muy simple: posverdad significa después-de-la-verdad, que es lo que viene después de la verdad.

Para definirla, podemos valernos de Aristóteles. Él dijo que la verdad es la adecuación, es decir, la conformidad o la armonía entre el discurso y la realidad.

 

Existe verdad cuando lo que se dice corresponde con lo que hay. Si lo que yo pienso o digo se corresponde con los hechos, con la verdad, entonces entiendo qué es la verdad. Si no se corresponde, no.

Una afirmación es verdadera si se corresponde con los hechos. Si lo que digo es lo que ha pasado, es verdad y, si no, es falso.

 

Si verdad es igual a dogmatismo, a fundamentalismo y a violencia, si lo que yo quiero es reducir la violencia, entonces lo que he de hacer es ir a la causa y suprimirla. En otras palabras, si consigo debilitar la noción de verdad, debilito también el dogmatismo, el fanatismo y la violencia que le siguen.

 

¿Adiós a la verdad?

 

Tras el adiós a la verdad, lo que ha aparecido ha sido la posverdad. Y quizás lo que ha llegado con la posverdad no ha sido la pureza democrática, sino un nuevo totalitarismo suave que ha sabido adaptarse maravillosamente bien a los tiempos que corren.

Se trata de un totalitarismo que, comparado con los viejos fascismos, comunismos y nazismos, parece un totalitarismo insustancial, casi banal; vacío de contenidos, de grandes ideales e, incluso, de ideologías casi trabajadas. Un totalitarismo digital, de cara amable, que nos ha pillado desprevenidos. Un totalitarismo fácil. Si el siglo pasado los totalitarismos, para triunfar y mantenerse, tuvieron que apoyarse en gigantescos aparatos de represión, tuvieron que asesinar a millones de personas, ahora parece que idear mecanismos totalitarios sale extraordinariamente barato.

 

Si yo aún creo en la verdad, puedo revelarme contra la mentira, pero, si no creo en la verdad, ya no estoy en condiciones de reclamar nada. Posverdad es lo que vendrá cuando hayamos superado la verdad. Por eso, la posverdad no es igual a la mentira, aunque muchas veces las utilicemos como sinónimas.

De hecho, Maquiavelo incluso justificaba el hecho de mentir si eso fortalecía la posición del príncipe. Pero no estoy hablando exactamente de eso, y, de hecho, considero que la posverdad es, incluso, más perversa que la mentira, y lo es porque nos desarma. Si yo aún creo en la verdad, puedo rebelarme contra la mentira y puedo reivindicar que no me engañen, pero, si no creo en la verdad, si vivo en la era de «después-de-la-verdad», si nos la han secuestrado, ya no estoy en condiciones de reclamar nada: todo acaba convirtiéndose en interpretaciones y no hay forma de jerarquizarlas, todas valen igual. Y este «todo vale» acaba derivando en un «todo vale» moral.

 

Si yo, por ejemplo, estoy sufriendo una situación de injusticia, soy víctima de ello y quiero reclamar justicia, lo que el opresor me contestará será «bien, esta es tu visión de la justicia; la mía es otra y todas valen igual».

En el mundo de la posverdad, cuando ya no tenemos la verdad, cuando ya no existe la objetividad, aceptamos la que más nos conviene. Este es un rasgo esencial que diferencia la posverdad de la mentira: el centro ya no es tanto la actitud del emisor como la del receptor. Por eso, lo que es más propio de la situación actual es que nos tragamos todas las mentiras. Hemos asumido que la verdad no existe y, por tanto, como no hay verdad ni mentira, lo que yo hago es aceptar la verdad de los míos. Y, claro, lo de los otros ni me la planteo.

 

¿A qué nos referimos con la palabra posverdad?

 

Posverdad quiere decir que uno ha superado la verdad, quiere decir que ya no hay verdad, que ese criterio de Aristóteles de la adecuación a los hechos ya está desfasado y es cosa del pasado.

Ya no se puede establecer la validez del discurso en función de una supuesta verdad, en función de una objetividad en la que ya no creemos. Pero necesitamos un criterio. No podemos renunciar a ello. La cuestión es qué criterio podemos utilizar si el viejo criterio externo de comparar el discurso con los hechos ya no vale.

 

 

Como ya hemos dicho, la verdad ha quedado desvinculada completamente de los hechos, separada de ellos, y ha pasado a depender exclusivamente de la bondad y la maldad del juicio, una bondad que a su vez se define en función de los resultados positivos de creerla. Es decir: una creencia es verdadera si es buena y es buena si satisface un deseo. Por tanto, depende de la ética y la ética, depende del sentimiento. La verdad de una creencia, por tanto, se define en función de su eficacia a la hora de producir emociones agradables. Por eso, la verdad se define en realidad en función del interés: verdad es aquello que me interesa que sea verdad.

 

Los hechos reales no desempeñan ningún papel en determinar si un discurso es o no verdadero, y en cambio sí que lo son que haya o no consecuencias que satisfagan los propios intereses. Si nos aprendemos esta teoría filosófica al pie de la letra –como hacen algunos de los actuales dirigentes políticos más célebres–, resulta que la afirmación de que algo existe puede ser verdadera incluso cuando ese algo no exista realmente.

 

Pensemos, por ejemplo, en las célebres armas de destrucción masiva que justificaron la intervención armada en Irak.

Sin una noción de verdad que se sitúe por encima de los intereses particulares de los sujetos, ¿es posible construir una democracia auténtica? Si esto es así, el gobernante, puede inventar la ficción histórica que más le favorezca y enseñarla en los colegios o publicarla en los medios de comunicación que controle. Sin ningún tipo de remordimiento, porque la verdad histórica ya no tiene nada que ver con los hechos históricos. La utilidad pesa más que la realidad y la ética, y no se basa en valores objetivos, sino en «regulaciones a la carta».

Sin una noción de verdad que se sitúe por encima de los intereses particulares de los sujetos, ¿es posible construir una democracia auténtica? Parece difícil. Está claro que los nuevos gobernantes de este pragmatismo reduccionista pueden, aparentemente, comprometerse a favor de la justicia, la verdad y la dignidad humana, pero lo harán siempre que consideren que este discurso favorece sus intereses.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la duración de la verdad de estos valores dependerá de la variabilidad de sus intereses en el mundo cambiante de las estrategias políticas.

 

En La retórica, ARISTOTELES, lo explicaba con detalle: si lo que te interesa es influir en el juicio de alguien, deja de lado el «logos», los argumentos de verdad racionales, e intenta llegarle al corazón, aunque sea con juego sucio. Si lo haces así, el oyente estará dispuesto a aceptar la falacia más grosera como si de un argumento imbatible se tratara.

Hoy en día, en cambio, parece que hay un extraño consenso en considerar que estas objeciones morales son cosa del pasado. El objetivo de las campañas electorales es ganar el máximo número posible de votos para el candidato.

 

«Los datos de la ciencia política quedan patentes: la gente vota al candidato que le provoca los sentimientos adecuados, no al que presenta los mejores argumentos». El resto son sutilezas.

 

Por eso, si de lo que se trata es de convencer, son mucho más efectivos aquellos argumentos que no van dirigidos a la razón, sino a las pasiones.

Si lo haces así, el oyente estará dispuesto a aceptar la falacia más grosera como si de un argumento imbatible se tratara, si confirma su opinión, y refutará automáticamente, sin dudarlo, los argumentos más brillantes que la pongan en duda.

Hoy en día, en cambio, parece que hay un extraño consenso en considerar que estas objeciones morales son cosa del pasado. El objetivo de las campañas electorales es ganar el máximo número posible de votos para el candidato. Los datos de la ciencia política quedan patentes: la gente vota al candidato que le provoca los sentimientos adecuados, no al que presenta los mejores argumentos. El resto son sutilezas.

 

 

 

Con haber defendido con tanta pasión la desvinculación entre el discurso y los hechos, ahora solo queda admitir que los hechos los define el propio sujeto, aunque sea presidente de los Estados Unidos y se llame Donald Trump. Los hechos se disuelven entre valoraciones e interpretaciones. Crees de verdad eso que dicen «los tuyos» y crees que no es verdad aquello que dicen los otros.

 

El adiós a la verdad, por lo tanto, que había sido festejado como una exigencia irrenunciable del progreso democrático, puede girarse contra la propia democracia. Estamos entrando, poco a poco, en la situación soñada para los protagonistas del totalitarismo de la posverdad. Al diluir la noción de verdad, se desvanece también el espacio para un diálogo significativo, para un pensamiento crítico.

Hoy en día, el mayor peligro para la convivencia quizás no sea creer demasiado en la verdad. Temo más a las personas que no creen en nada y, por tanto, no tienen ningún tipo de reparo en actuar de la forma que más les interese. O, simplemente, la que más les apetezca, absolutamente desligados de cualquier referente moral.

 

Un ejemplo: El Ayuntamiento de Barcelona, Cáritas o la Fundació Arrels publican periódicamente informes sobre las personas sintecho que recogen un dato horripilante: un porcentaje altísimo de personas que en Barcelona duermen en la calle ha sufrido agresiones muy violentas. Uno se pregunta si acaso hay en nuestra ciudad un grupo organizado de neonazis que se dedican a apalear sistemáticamente a estas personas. ¡Pues, no! La realidad es otra muy diferente. Cerca de dos tercios de estos ataques los han perpetrado jóvenes sin ninguna ideología ni propósito definido; simplemente jóvenes que de madrugada volvían de fiesta y, de camino a casa, se tropezaron con alguna de estas personas y, sin motivo, las apalearon, las humillaron y, en algunos casos, incluso las quemaron vivas.

 

 

 

 

Si no existe este criterio externo, el criterio se interioriza. «Verdad se identifica con aquello que yo quiero que sea verdad». Me parece que, en el mundo del consumismo en el que vivimos, la verdad se ha convertido en una más de las mercancías que tengo a mi alcance, una más de las mercancías que puedo adquirir: escucho a los míos, escucho a aquellos que me dicen lo que quiero oír, me apropio del relato que más me satisface. Busco y encuentro las respuestas que me gustan, que me hacen sentir mejor y que me ayudan a construir un mundo cómodo.

 

Por eso, solo escucho los medios afines, solo me conecto con aquellos que siempre me dan la razón y que confirman mis puntos de vista. La realidad, más que apelarme, lo que hace es darme masajes: ya que no puedo establecer cuál es la verdad, ya que he renunciado a aquel viejo anhelo de encontrarla, lo que hago es acoger de buen grado las verdades que más me convienen. ¡Es genial! Un día te levantas por la mañana, entras en Twitter y ves que todo el mundo está de acuerdo contigo, es agradabilísimo, es un mundo donde solo encuentras las cosas que te gustan, donde siempre te dan la razón, donde no existe nada que te obligue a replantearte ninguna de tus certezas. El efecto que tiene esto es ir creando como un tipo de islas cada vez más impermeables, cada vez más separadas entre ellas y que me parece que es justo lo contrario de lo que es la esencia de la democracia.

Si siempre escucho solo a quienes están de acuerdo conmigo, cada vez los otros me interesan menos, cada vez escucho menos, cada vez soy más indiferente, cada vez me importan menos, cada vez estoy más enfadado con ellos... Y, claro, debidamente manipulado, este sentimiento puede, fácilmente, derivar hacia un resentimiento, envidia o incluso odio.

 

Otro ejemplo de post verdad:

El incendio: uno de los experimentos psicológicos: reunieron a un grupo de voluntarios y les explicaron con sumo detalle la historia del incendio de un edificio. Según la narración, el fuego empezó en el sótano y fue provocado por unas latas de pintura altamente inflamables que se almacenaban allí. Cuando la sesión estaba a punto de terminar, comunicaron a los asistentes que acababan de recibir una información nueva que desmentía la anterior: en una inspección posterior y más rigurosa, los técnicos habían comprobado que en el edificio no había ninguna lata de pintura. La causa del fuego no podían haber sido, por tanto, unas latas de pintura. Ahora bien, en esta nueva versión no se les ofrecía ninguna explicación alternativa sobre el origen del incendio. Transcurridos unos días, volvieron a citar a los voluntarios y se les interrogó sobre la causa del incendio del edificio. El resultado fue sorprendente: aproximadamente la mitad de los participantes, aunque recordaban perfectamente que la información había sido desmentida, respondía que la causa del fuego habían sido unas latas de pintura que había en el sótano.

 

La eficacia emocional de las mentiras

 

Ciertamente curioso, el funcionamiento de la mente humana: incluso sabiendo perfectamente que es falsa, preferimos mantener una explicación errónea a no tener ninguna. ¿Increíble? prácticamente el cincuenta por ciento de los participantes ha preferido mantener una explicación que sabían que era falsa a quedarse sin una explicación. Aquí reside el poder y la terrible eficacia de las mentiras.

 

¿Acaso son necios estos políticos que gobiernan el mundo? ¿Acaso no se dan cuenta de que los hechos desmienten una y otra vez sus mentiras? Quizás no lo sean tanto, quizás los necios seamos nosotros por darle la importancia que tiene.

Los grandes protagonistas de la posverdad, cuando mienten sin vergüenza, son conscientes de que, incluso en el caso de que, más tarde, la demostración de que lo que habían oído era falso llegara a todos sus oyentes, casi la mitad de ellos se quedaría con la mentira si eso representaba tener la respuesta a un problema. Se creerían la mentira si eso les proporcionaba una explicación simple y convincente a alguna cuestión demasiado compleja. El poder destructivo de la mentira es inmenso: una vez la has aceptado como tu explicación, es muy difícil deshacerte de ella.

 

No importa que luego se acumulen evidencias que la desmientan, el poder destructivo de la mentira es inmenso: una vez la has aceptado como tu explicación, es muy difícil deshacerte de ella. Si no, intentad explicarle a alguien que cree que la culpa de todos sus males la tienen los inmigrantes que no tiene razón. O a alguien que cree que todos los musulmanes son unos terroristas, o que con Franco se vivía mejor. Y esta tendencia a aferrarse a la falsedad, pese a las evidencias en contra, se hace aún más irresistible si la mentira ha logrado implicarte emocionalmente.

 

Podemos ilustrarlo brevemente con algunos ejemplos de la primera guerra del Golfo, que, entre otras cosas, fue un gran ejercicio de retórica de manipulación de masas y de técnicas de persuasión. El testimonio de la «enfermera» El de octubre de 1990, mientras las tropas de coalición internacional se preparaban para atacar Irak, Nayirah, una chica de quince años testificaba en una audiencia, algo que parecía ser una sesión pública del Congreso de los Estados Unidos, que entonces debía dar luz verde a la invasión.

Alguien explicó que el apellido de la adolescente no podía hacerse público por miedo a las represalias hacia la familia.

Entre lágrimas, la chica, que afirmaba haber trabajado como enfermera en la nurserie del hospital al-Addenl de la ciudad de Kuwait, explicó unos hechos que conmocionaron al mundo: cuando los soldados iraquíes llegaron al hospital de Kuwait, sacaron de las incubadoras a los 312 recién nacidos que las ocupaban y los tiraron violentamente al suelo, donde los dejaron morir. Muy afectada, la chica contaba que lo había visto con sus propios ojos. Los soldados les dijeron que confiscaban las incubadoras para trasladarlas a Bagdad. Resulta difícil imaginar una actuación más inhumana, una actuación capaz de generar, en la opinión mundial, un efecto más que fulminante a favor de la intervención armada. Al día siguiente, cuando el pueblo estadounidense aún lloraba, el presidente obtuvo el visto bueno para intervenir.

Unos meses después, finalizada la guerra, un periodista de la cadena ABC se desplazó a Kuwait y se entrevistó con el personal del hospital en cuestión. Nadie conocía a la supuesta enfermera. Y, lo que es más grave, todos sin excepción negaron el episodio de las incubadoras. El periodista descubrió que la chica que había declarado en el Congreso jamás había trabajado en el hospital. De hecho, no era ni enfermera, sino que resultó ser la hija de Saud Nasir al-Sabah, embajador de Kuwait en Washington y miembro de la familia real kuwaití. El testigo de la chica –actriz excelente, por cierto– había sido ideado y redactado por la que en esos tiempos era la compañía de relaciones públicas más importante a nivel internacional, Nayirah había estado ensayando su testimonio durante semanas.

 

 

Otro ejemplo: El cuervo marino moribundo, completamente teñido de negro, consiguió conmover a la opinión pública mundial como no lo habían logrado las filmaciones de bombardeos ni las instantáneas de vehículos destrozados en carreteras desérticas. Se convirtió en el símbolo de los contrarios a la guerra del Golfo. En enero, en el golfo Pérsico no hay crías de cuervo marino. La instantánea se había tomado en primavera. Al final, se comprobó que se trataba de una fotografía de la fuga de petróleo que tuvo lugar en 1983.

 

Debemos resignarnos a vivir sin la verdad. Aceptamos las narraciones que nos llegan no ya en función de su correspondencia con los hechos, sino en función de si encajan o no con nuestros esquemas y creencias previos. Qué más da que la enfermera y el cuervo marino fueran un engaño, lo que importa es que representan impactos emocionales que responden perfectamente a aquello que yo quiero creer que es verdad. El hecho de que sea verdad o mentira es irrelevante. El rasgo distintivo, por lo tanto, es sorprendente: nuestra credulidad.

 

La supresión voluntaria de la incredulidad.

 

Lograrla es crear un estado como de magia que permita al espectador adentrarse en el mundo ficticio que le ofrece el creador; aceptarlo, por muy increíble que sea. Es como un contrato tácito que firman espectadores y directores: los espectadores olvidarán sus reticencias y, por irreal o fantástico que sea, se creerán aquello que el director les ofrezca. Y, por su parte, el director les ofrecerá aquello que quieren recibir y lo hará con toda la apariencia de realidad que su habilidad y recursos técnicos que tenga a su alcance le permitan. El creador te ofrece una buena historia y, a cambio, tú aceptas la versión de la realidad en la que sucede la historia.

 

El tema no es la verdad, sino la apariencia de verdad. No es tanto que el relato sea real como que lo parezca. La verosimilitud viene a ser como la clave que facilita que el espectador acceda a este tipo de olvido que permite liberarse temporalmente del recelo, la desconfianza y el escepticismo propios de la vida real.

Es pura ficción y todos lo sabemos.

Otro ejemplo genial: Miguel de Cervantes abre el Quijote con una frase que se ha convertido en inmensamente popular: «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...». Está dando una pista clara, desde el principio, de que todo lo que viene a continuación es pura ficción; «de cuyo nombre no quiero acordarme».

Está claro que esta es una confesión que no sería admisible en un historiador serio ni en una crónica rigurosa. Cervantes no dice, como parece que sería lo normal, «no lo recuerdo»; dice ¡«no lo quiero recordar»!

El problema llega cuando esta distinción entre ficción y realidad no queda tan clara, o cuando deviene deliberadamente confusa.

 

 

Ficción y vida real.

Lo que ocurre con la posverdad es que el ámbito de aquello que debería ser información veraz y fiable se ha visto contaminado por lo que son las prácticas propias de discursos de ficción o de propaganda.

Esta mentalidad de aceptar acríticamente lo que dicen los míos y rechazar de entrada lo que dicen los «otros» creo que podríamos caracterizarla como sectarismo. La verdad es aquello que mi tribu defiende. Es una situación inquietante: este sectarismo lo que origina es un sectarismo moral: una vez encerrado en mi burbuja, en mi cámara de resonancia, los que quedan fuera son cada vez menos importantes, tienen cada vez menos valor.

Fijaos: yo no diría que a estas alturas somos menos morales que hace un tiempo. Creo que somos muy morales, extraordinariamente morales, pero circunscribimos la moral a nuestro clan. Con los que considero que son de los míos sí soy moral, pero, donde termina mi tribu, donde terminan los «míos», termina también mi moral; los de fuera no son capaces de conmoverme ni lo más mínimo. No me siento moralmente vinculado a aquellos que considero «otros».

Mentiras ha habido siempre. Lo que llama la atención, en la actualidad, es que esto parece que ya no importa, que ya no es importante distinguir entre la verdad y la mentira.

Al fin y al cabo, en el mundo del sectarismo, donde la verdad es lo que dicen los míos, la verdad se reduce a un asunto de poder: alguien debe marcar el terreno, alguien debe establecer las verdades. En el fondo, lo que están diciendo es: debéis tener en cuenta que nosotros somos los que tenemos la verdad, no hagáis caso de lo que veis en televisión o en

 

Google, la verdad solo es lo que os digo yo.

La validez de una determinada afirmación no depende del número de personas que la suscriban, sino de su correspondencia con los hechos.

 

La post verdad de las redes sociales

Es evidente, entonces, que este sesgo no es un efecto de las nuevas tecnologías ni de las redes sociales, sino que es propio, casi, de nuestra naturaleza. Con todo, estas tecnologías lo favorecen de algún modo. Uno siempre se rodea de quienes considera más afines a él, más cercanos, es normal, pero la especificidad de las redes sociales son los algoritmos. Podríamos caracterizarlos como una serie de fórmulas matemáticas que, en realidad, eligen el mundo virtual donde yo vivo, eligen todo lo que aparece en mi pantalla cuando me conecto.

Y lo que está claro es que estos algoritmos no se han autogenerado ni son una creación divina, sino que alguien concreto, con unos intereses muy concretos, ha diseñado esta fórmula y la ha colocado donde está. Entro en Google y busco Egipto, por ejemplo, y en los primeros puestos me salen noticias sobre las manifestaciones de la primavera árabe de El Cairo. Quizás otra persona hace la misma búsqueda y lo que le sale en primer lugar son los hoteles en Luxor y cruceros por el Nilo. Y una tercera encuentra informaciones históricas sobre los antiguos faraones y la construcción de las pirámides. Y aún una cuarta encuentra en las primeras posiciones de su búsqueda informaciones de carácter esotérico sobre las proporciones de las pirámides.

Google no es neutral. Incluso la información más básica que nos llega, que es sobre la que nosotros construimos nuestra visión del mundo y en la que basamos nuestras decisiones, ya no es neutral, sino que de algún modo está mediatizada de una forma que nosotros no controlamos. Es muy cómodo, porque pensar siempre supone un esfuerzo. Si alguien piensa por ti de forma que se confirman cómodamente tus expectativas y tus prejuicios, te vas sumiendo en un estado cercano a la anestesia intelectual. El mundo de la posverdad, al fin y al cabo, es un mundo empobrecido y solitario donde lo que hemos perdido es la alteridad. Y lo que es peor: la figura del otro se va diluyendo cada vez más, se desdibuja de tal modo que llegamos incluso a deshumanizarlo: todos los que están fuera de mi burbuja no son tan dignos de ser considerados humanos como los de dentro, como los «míos». No son sujetos de tanta dignidad como los míos.

Ante la polarización extrema en la política, los medios de comunicación, las redes sociales..., ante el «conmigo o contra mí», necesitamos más que nunca los espacios que nos hacen detenernos y pensar, recuperar esa filosofía para hacer las paces y un análisis crítico del discurso, de todo discurso.

Necesitamos que ambos impregnen también las aulas de colegios y facultades, para que la lectura crítica de la realidad y del lenguaje que la nombra y la conforma se convierta en una práctica cotidiana. De este modo, podremos poner en valor de nuevo el matiz, los dilemas, la duda... Necesitamos que la lectura crítica de la realidad y del lenguaje que la nombra y la conforma se convierta en una práctica cotidiana. Ciertamente, si nos preguntamos qué está favoreciendo esta tendencia a la crispación versus el diálogo constructivo y sosegado, la intuición nos dice que un factor determinante tiene que ver con la falta de presencialidad, el dejar de vernos y de mirarnos a los ojos, cara a cara.

Los espacios de comunicación se están volviendo cada vez más virtuales y, como consecuencia, estamos perdiendo la capacidad de empatía y de conocimiento directo de las cosas. Si no vemos esa realidad, si no vemos al otro, a la otra, es mucho más fácil negarlo, no reconocerlo y fingir que no existe o ignorar su dolor. Y, si además tenemos el poder de controlar ese lenguaje y de nombrar las cosas, resulta más sencillo borrar del imaginario colectivo.

En un mundo donde el lenguaje y el nombrar las cosas son poder, el silencio es opresión y violencia». Así, si callamos, si los medios callan o mienten, seguimos reproduciendo desigualdades y seguimos siendo cómplices de cada acto de violencia. La realidad, aunque la neguemos, está ahí y va a continuar siendo conflictiva.

la realidad de las personas refugiadas, de las que se encuentran en situación de calle o privadas de libertad, la de aquellas con identidades sexuales y de género diversas que se enfrentan a un aumento ingente de las agresiones, la de las mujeres víctimas de feminicidio o supervivientes de violencia machista, la de los pueblos originarios que sufren las devastadoras consecuencias del capitalismo y el cambio climático, la de los excluidos de las periferias –aunque estas se encuentren muchas veces en el mismísimo centro de nuestras ciudades–, la de las defensoras de la tierra amenazadas por las transnacionales, la de los desaparecidos y desaparecidas de tantos rincones de la Tierra.

Pero,¿Qué implica protestar por el sufrimiento, que sea diferente de reconocerlo?». La verdad sobre el sufrimiento ajeno nos exige ir más allá del impacto emocional, más allá del input, más allá de la contemplación. Reclama palabras certeras y acuciantes, por supuesto, pero también acciones y un discernimiento personal que nos haga repensar nuestros propios privilegios. A los medios de comunicación me resta pedirles un lenguaje para el 99% que no hable por y para las élites. «Hacer ver el mundo que no ha aparecido. Hacer ver los mundos que están censurados. Hacer reconocer los mundos que permanecen ignorados».