SALUD MENTAL

 

SALUD MENTAL Y POBREZA

 

Existe una relación causal bidireccional entre la pobreza y los problemas de salud mental, dos males que afectan a la infancia y que se han acentuado con la crisis sanitaria

La pobreza y la enfermedad mental, dos males que afectan con especial virulencia a los niños y niñas, van de la mano: es lo que demuestran recientes investigaciones. Un informe de la Fundación Pere Tarres constata que la situación social, económica y el género de los niños y niñas determinan claramente su salud física y mental. Adicionalmente, se destaca que las personas con ingresos más bajos suelen tener entre 1,5 y 3 veces más probabilidades que los ricos de sufrir depresión o ansiedad. Una mala situación económica en la niñez aumenta también la probabilidad de una mala nutrición y otros factores estresantes, lo que desemboca en un desarrollo cognitivo deficiente y enfermedades mentales en la época adulta.

Pero el fenómeno funciona igualmente en la dirección contrario: según el artículo en la revista Science, las enfermedades mentales empeoran a su vez la situación económica de las personas, reducen el empleo y, por tanto, los ingresos de las familias, además pueden dificultar la educación y la adquisición de habilidades entre los jóvenes y exacerbar las desigualdades de género debido a su prevalencia desproporcionada entre las mujeres. Además, cuando son sufridas por los padres, estas enfermedades pueden influir en el desarrollo cognitivo y los logros educativos de los niños y niñas, transmitiendo la enfermedad mental y la pobreza de generación en generación.

Por último, el artículo señala que la ciudad, el vecindario y el tipo de vivienda afectan a la salud mental de sus habitantes más de lo que creemos: al vivir en viviendas inadecuadas en barrios de bajos ingresos, los niños y niñas suelen estar más expuestos a la contaminación, las temperaturas extremas y los entornos difíciles para dormir, aspectos que están relacionados con posibles problemas mentales. Es por ello que a nivel urbanístico y desde los municipios se pueden implementar muchas medidas para mitigar estos efectos: entre ellas, ofrecer viviendas dignas a las familias, diseñar cuidades que fomenten el juego y el deporte, crear espacios protectores para la infancia y adolescencia, etc.

 

SALUD MENTAL EN EL TRABAJO.

 

El trabajo tiene, obviamente, la función primaria de producir bienes de uso, y eso ha sido así en cada uno de los modos de producción que se han sucedido a lo largo de la Historia de la humanidad. Pero en cada uno de estos modos de producción, la actividad productiva ha adquirido un significado y ha cumplido otras funciones adicionales, que han sido distintas y específicas de cada uno de ellos, y que pueden ser estudiados desde diferentes puntos de vista. La literatura marxista, por ejemplo, ha prestado atención a la forma en la que cada modo de producción determina los procedimientos de apropiación de la riqueza y la división social del trabajo, configurando las clases sociales y garantizando su reproducción. La sociología, la antropología social, las llamadas ciencias empresariales o la psicología del trabajo, se han ocupado de estudiar ésto desde otras perspectivas.

 La Historia del capitalismo, en la medida en la que pueden aportar alguna luz para entender bajo un mismo prisma, la complejidad del papel que el medio laboral ha llegado a desempeñar en nuestros días en la vida de los individuos y, por tanto, en la salud mental de nuestras formaciones sociales o en las, siempre diversas, posibilidades de medicalización del malestar generado- del mobbing, pasando por el rentismo, el amplio espectro de la fibromialgia, el síndrome de fatiga crónica y muchas posibilidades más.

 En los inicios del capitalismo, tras la revolución industrial, el trabajo aparece exclusivamente como un medio de subsistencia para aquellos individuos que no poseen medios de producción. Se ven obligados a vender su fuerza de trabajo, a cambio de un salario, a quienes sí poseen estos medios de los que además, rentabilizándolos con el trabajo ajeno, pretenden extraer un beneficio.

Gentes de todas las edades, incluidos niños, dedican jornadas interminables, y en condiciones inhumanas, a tareas, a veces absolutamente ingratas, a cambio de lo estrictamente necesario para sobrevivir y, en cualquier caso, conseguir que sobreviva su prole y, con ella, la fuente de mano de obra necesaria para que la situación pueda perpetuarse a través de las generaciones. Para los así desposeídos, el trabajo puede ser contemplado, de acuerdo con la tradición judeocristiana, como una calamidad inevitable.

El trabajador es, a diferencia de lo que ocurría en la etapa anterior, sujeto de derechos y se dota de organizaciones capaces de hacerlos valer y de reivindicar esa nueva dignidad, que también se incorpora como constructo a la tradición judeocristiana proporcionando nuevos motivos de culpa y, paralelamente, de expiación, aunque sea de una enfermedad mental y se legitime como recurso terapéutico.

El trabajo en esta etapa, configura al trabajador como tal. Y lo hace confiriéndole la oportunidad de definirse con respecto a un grupo de iguales que se enfrenta a otro grupo de seres humanos que no son trabajadores, sino explotadores o parásitos, con un proyecto que pretende abolir la explotación y los parasitismos. La lucha de clases y sus avatares, incluidos efectos como el miedo, la traición, la camaradería o las expectativas frustradas, penetran en la vida afectiva de los trabajadores de esta etapa. Y condicionan lo que hoy llamaríamos su salud mental y la de los que los rodean.

 

El papel del trabajo en la construcción de los sujetos de este nuevo orden, se hace más complejo. Nos referiremos a cinco aspectos del mismo:


1. En primer lugar, el trabajo sigue, como en las etapas anteriores, proporcionando el único medio de subsistencia accesible a los asalariados.


2. El trabajo sigue, como en la segunda, etapa siendo contemplado por los trabajadores como generador de derechos y, aún, generador de una deuda de la sociedad con el trabajador, que, ahora, no sólo es reivindicable ante la Historia, sino ante los aparatos de un Estado que promete ser garante de un bienestar del que los ciudadanos se creen merecedores.


3. El trabajo aparece ahora como jerarquizador en el entramado social. La creciente cualificación y jerarquización del trabajo hace que el lugar a ocupar en la gran pirámide social, dependa en buena medida de los logros conseguidos en el medio laboral y profesional. La tempranísima brecha abierta entre trabajadores de cuello azul y cuello blanco, dará paso a una sutil pero implacable gradación, progresivamente creciente desde la revolución industrial, que guiará los deseos y aspiraciones de los trabajadores en el tiempo que se les permite vivir fuera del medio laboral.


4. Al trabajo se le pide, en esta etapa, algo que en las anteriores estaba reservado a una estrecha franja de profesionales liberales: el servir de fuente de significado personal. A partir de un determinado momento, el trabajo no sólo debe proporcionarnos los medios para acceder a bienes que deseamos y cualificarnos para relacionarnos con una categoría especial de individuos. Además debe servirnos para realizarnos. Debe tener sentido para nosotros y, a veces, más aún: dar sentido a nuestras vidas.


5. Por último, en la medida que el medio laboral en sí se ha hecho mucho más benévolo y vivible para la mayoría de lo que fuera en los momentos de la revolución industrial o el taylorismo, en la medida en que en él se pasa una parte muy importante y prolongada del ciclo vital y que, además es un lugar con una alta probabilidad de encontrar personas que ocupan un mismo estrato en la pirámide social y que comparten temas de interés, también se ha convertido en un entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas.

Intentaremos aproximarnos al papel que el medio laboral desempeña en el mantenimiento y la pérdida de la salud mental en nuestras sociedades contemporáneas considerando estas cinco funciones.

La consideración del trabajo como único medio de subsistencia que la sociedad ofrece a quien no es propietario de capital, somete al trabajador, en primer lugar a la necesidad de lograrlo y, cuando lo logra, a la amenaza de perderlo. La variable empleo-desempleo y, aún, trabajo remunerado fuera del hogar-trabajo doméstico, son de las que más sólidamente se han relacionado con la salud mental en las sociedades para las que vamos a calificar con el epíteto de "avanzadas". Desde esta perspectiva, la actividad laboral en sí puede ser contemplada como fuente de fatiga o estrés o como ocasión de exposición a riesgos. La legislación laboral, las comisiones de seguridad e higiene en el trabajo, o los exámenes de salud, son algunos de los medios aceptados hoy para promover la salud y evitar los riesgos en este terreno. Si bien existen instrumentos legales para actuar en este campo, llama la atención el escaso desarrollo de instrumentos que, además, permitan describir los riesgos adecuando su especificidad a la actividad laboral desempeñada. Resulta contradictorio, si no absurdo, que en algunas instituciones bancarias se realizasen, de acuerdo con sus poderosos comités de empresa, exámenes de salud periódicos para sus empleados en los que se les practicaban placas de tórax, que hubieran servido para detectar improbables silicosis, pero no se hacía ni siquiera una pregunta que permitiera despistar el más que frecuente uso de combinados con alcohol de alta graduación que forman parte del contexto en el que frecuentemente los empleados de este ramo, se relacionan con los clientes.

La consideración del trabajo como generador de derechos y de una deuda de la sociedad con el trabajador, sirvió de base al crecimiento del movimiento obrero organizado, y, casi de inmediato, a su recuperación por el estado moderno, como resultado del genio político reaccionario del canciller Bismarck, que supo percibir el peligro de que fueran las organizaciones obreras las que gestionaran los fondos solidarios para la previsión del infortunio e inventó la seguridad social. En la Europa de comienzos del siglo XXI, el garante en última instancia de estos derechos, que son individualmente reivindicables, no son ya las organizaciones obreras, que han perdido incluso su papel de intermediarias, sino el Estado. Una salud, que ha sido concebida por los técnicos como bienestar, es reconocida, aunque sobre el papel, como uno de estos derechos. La pérdida de este prometido bienestar legitima la adopción del rol de enfermo y, por tanto, activa el derecho a ser eximido de obligaciones y, paralelamente, ser objeto de tratamiento y cuidados. Al sistema sanitario se le encarga la función de certificar esta pérdida y abrir la puerta, así, al ejercicio de estos derechos en forma de exenciones (incapacidad laboral) o compensaciones económicas (indemnizaciones, pensiones...). Una buena parte del trabajo de los profesionales de la salud mental integrados en el sector público, se dedica a gestionar este tipo de demandas, a veces en abierta contradicción con la función de "sanar", que, en esta perspectiva, podría suponer privar de privilegios a los que el trabajador tiene derecho.

En este sentido, la actual confusión del colectivo profesional en cuanto a la naturaleza de la salud y de las enfermedades o trastornos, que por otra parte han crecido obviando, si no ocultando, las características de la construcción social, no sólo no ha facilitado el trabajo con esta queja cuando se convierte en demanda, sino que ha contribuido poderosamente a confundirla y a hacerla inmanejable. Sin embargo, llama la atención que, contradictoriamente y con nuestra actual legislación, siga siendo sumamente difícil conseguir el reconocimiento de una incapacidad para personas que sufren trastornos mentales graves e incapacitantes.

La consideración del trabajo como jerarquizador en el entramado social nos lleva a ponderar las grandes transformaciones que han sufrido las sociedades del mundo llamado occidental a partir, sobre todo, de la segunda guerra mundial. La sociedad dividida en dos grandes clases existió fugazmente en la Historia de occidente: en el anverso, los compradores de fuerza de trabajo, burgueses, propietarios de medios de producción, y, en el reverso, proletarios vendedores de fuerza de trabajo, conviviendo con una capa residual de pequeños burgueses que poseen medios de producción, pero que no compran fuerza de trabajo ajena. Nuestras sociedades actuales se presentan ideológicamente a los ojos de sus integrantes como grandes estructuras piramidales en los que cada miembro ocupa un lugar en función de unas circunstancias en las que el mérito y la capacidad individual, si bien no son los únicos, son determinantes importantes. La actividad laboral, el trabajo, es el medio por excelencia en el que tal mérito y tal capacidad se demuestran. Aparentemente los individuos no ocupan su lugar en la sociedad en función de su relación con la propiedad de los medios de producción, sino en función de su posición en una pirámide que abre posibilidades progresivamente mayores sobre todo de consumo, y lo hace en aplicación de principios socialmente consagrados como la igualdad de oportunidades. Aparentemente el trabajador puede esperar de su esfuerzo no sólo que le garantice la subsistencia y le convierta en sujeto de una serie de derechos, sino, además, que le confiera un determinado estatus respecto al resto de los trabajadores y miembros del grupo social en general.

Buena parte de los malestares recogidos bajo epígrafes como mobbing se relacionan con las consecuencias de frustraciones de personas, con limitada competencia profesional aunque ocupando cargos de confianza y de poder, en las que se involucran las expectativas depositadas en el medio laboral en cuanto se configura como estratificador en la escala social.

Al trabajo se le pide, en nuestras sociedades avanzadas que, además de garantizarnos la supervivencia, hacernos sujetos de derechos y otorgarnos un lugar en la escala social, nos realice, o sea, tenga un significado trascendente para nosotros. Es la pérdida de este tipo de significado la que alimenta fenómenos como el llamado burn-out, que afecta a profesionales que, en ningún modo ven peligrar su trabajo como medio de subsistencia, que no han visto mermados sus derechos como trabajadores y que, probablemente, ocupan, en consideración de su actividad laboral, un lugar aceptable, incluso, privilegiado en la escala social. Por eso las expectativas previas respecto a esta función del trabajo son un excelente predictor de la posibilidad de queme, de manera que a mayores expectativas, más probabilidad de queme en menor tiempo.

Por otra parte, una amplia proporción de los fenómenos que han aparecido como consecuencia de la complicada coyuntura histórica por la que atraviesa la condición de la mujer trabajadora, tienen que ver también con esta función asignada a la actividad laboral. También con la estigmatización del trabajo doméstico y las denominadas funciones tradicionales de la mujer, connotadas como incapaces de proporcionar este tipo de realización a cualquier persona, hombre o mujer.

Por último, el medio donde se desarrolla la actividad laboral ha pasado, en la mayoría de los casos, a ser un medio cada vez menos hostil, no sólo más distante del descrito por Dickens, sino también del dibujado por Chaplin en Tiempos Modernos, pareciéndose mucho más al descrito por Saramago en La caverna. El trabajo ha pasado a ser un lugar en el que puede disfrutarse de relaciones interpersonales con compañeros que pueden ser fuente de importantes gratificaciones o sufrimientos. Como entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas, el trabajo pone en juego y se convierte en fuente de salud o de alteraciones de la misma. Es muy frecuente que el medio interpersonal actual de los ciudadanos de nuestro tiempo esté integrado en una parte muy importante por compañeros de trabajo y que éstos sean los principales objetos de sus intereses afectivos, amorosos o sexuales.

Lo que, en definitiva, ha sucedido en los últimos años, ha sido que las funciones de la actividad laboral en la construcción de los individuos que integran las sociedades modernas se ha hecho más compleja y más polivalente, con lo que su importancia para la generación y el mantenimiento de la salud mental, se ha hecho mayor y los mecanismos por los que actúa más complicados.

 

SALUD MENTAL EN PRISIONES

Es suficientemente conocida la escasa capacidad rehabilitadora, último fin constitucional de nuestro sistema penitenciario que acapara altos índices de reincidencia delictiva. Con independencia de las causas ligadas a este hecho que tienen su origen en factores sociológicos que pesan sobre la población reclusa (bajo nivel cultural, extracción social marginal, bajos ingresos económicos familiares), y al altísimo porcentaje de reclusos drogodependientes inmersos en procedimientos judiciales ligados directa o indirectamente con consumo de tóxicos, más de un 70% de los ingresos en prisión tienen relación con delitos contra la salud pública, creemos que en dicho déficit rehabilitador incide también de manera notable el funcionamiento institucional. Dicho funcionamiento tiende a evitar, en una colusión entre internos y funcionarios, el contacto emocional con el hecho delictivo que generó la pena de privación de libertad.

La convivencia institucional entre funcionarios e internos incluye una defensa fóbica, una separación disociativa entre el antes y el ahora, entre la vida extramuros y la vida carcelaria. La consigna institucional se constituye en torno a una norma que seria: "Usted pórtese aquí bien, trabaje para reducir pena y salga cuanto antes". Las posibilidades rehabilitadoras desde esta dinámica institucional que evita activamente las posibilidades de contacto y elaboración emocional con los sentimientos de culpa está absolutamente imposibilitada.

Es llamativo en esta misma línea la ausencia de los psicólogos de prisiones en las actividades que venimos desarrollando; la función de estos psicólogos, los que serían los representantes de la vida mental en la institución, se reduce a, mediante el uso de pruebas instrumentales, valorar la peligrosidad potencial intrainstitucional del interno y clasificar su paso por los distintos grados regimentales; no intervienen asistencialmente sobre aspectos psico(pato)lógicos individuales de los internos, ni sobre las dinámicas grupales o institucionales.

De esta forma el mandato constitucional rehabilitador en la práctica se reduce a que el interno evite el desarrollo de conductas disruptivas intrapenitenciarias.

Otro aspecto que también llama la atención fue el uso de un "argot" común, el lenguaje carcelario, por los funcionarios y los internos; como fenómeno grupal, creo que expresa la construcción defensiva de una cultura idiosincrásica que refuerza la disociación entre institución carcelaria y sociedad civil y que origina identificaciones confusas, adopción mimética de estilos, entre funcionarios e internos, lo que impide las necesarias diferenciaciones para que se pueda tratar el sentido último de la privación de libertad. El tipo de ansiedad predominante es de tipo paranoide; la vida institucional se organiza como defensa muy primitiva para la contención, que no elaboración, de dicha ansiedad. Los internos se sienten amenazados entre ellos y por los funcionarios, éstos se sienten amenazados por los internos y por la Administración y ésta, a su vez, por los agentes sociales (partidos políticos, sindicatos, prensa,...); las dificultades institucionales para organizar formas de elaboración de la ansiedad menos rígidas y primitivas, se ponen de manifiesto en el alto índice de bajas laborales, entre un 20 y un 30% que sufren los funcionarios y en el desarrollo en los internos de conductas sumisas, elaboración hipocondríaca de quejas a fin de objetar cuidados médicos que atenúen dichas ansiedades o incrementando dicha ansiedad paranoide, mediante su actuación creando terror en la institución con autoagresiones, secuestros, motines…

La penitencia ha pasado, en nuestra cultura, del castigo corporal a actuar sobre la vida mental mediante la suspensión de derechos ciudadanos; esta actuación sobre la vida mental ejecutada a través de la pérdida de libertad, debe posibilitar la presencia en el ámbito institucional penitenciario, de una psicología operativa, no exclusivamente defensiva y al servicio del orden institucional; consideramos que hay que atender y minimizar el riesgo que la privación de libertad por sí misma, como factor de riesgo, comporta para la salud mental.

Consideramos a la institución psiquiátrica como la organización social que tiene por finalidad, entre otras, la atención de ciudadanos que, por diversos motivos biológicos, psicológicos y sociales, presentan, en mayor o menor medida, una disminución de su libertad interna que les genera limitaciones en el ejercicio de sus libertades sociales.

La institución penitenciaria, tal como es entendida actualmente, tiene por finalidad actuar sobre la persona que ha sido condenada a sufrir la pérdida de la libertad, con el fin de que durante su encarcelamiento rehabilite los factores que han incidido en el desarrollo de su conducta delictiva.

El ámbito de la moderna institución penitenciaria se dirige pues a un objeto próximo al definido para la psiquiatría; para una el significado y actuación sobre la conducta delictiva y para la otra la conducta anómala, compartiendo ambas instituciones, por lo tanto, zonas de intervención que tienen por objeto la vida mental y la conducta relacional significante del ser humano.

El hecho de que hasta fechas muy recientes en nuestro ámbito, la institución psiquiátrica asumiera la potestad de privar de libertad mediante el internamiento y custodiar a las personas cuyas alteraciones de conducta, motivadas por trastornos mentales, pudieran promover daños para sí mismos o para los demás, delimitaba, a riesgo de introducir abusos, como es patente que se produjeron, con cierta nitidez, el campo de intervención técnica de la institución penitenciaria y de la institución psiquiátrica. El cierre de los psiquiátricos, el abandono de las funciones custodiales que en ellos ejercía la psiquiatría, está promoviendo que estas funciones sean asumidas por la administración de justicia ocasionando que por orden judicial y ante la carencia de garantías custodiales psiquiátricas, se estén promoviendo ingresos en prisión, al menos de modo preventivo, de enfermos psiquiátricos que presentan ciertos riesgos de generar con su conducta patológica "alarma" social. Queremos señalar el riesgo de que por esta vía el presidio vuelva a poblarse de psicóticos, trastornos graves de personalidad, deficientes mentales…

Numerosas investigaciones muestran que el riesgo de suicidio en los centros penitenciarios es superior a la población general.

Los objetivos del trabajo son primero explorar el riesgo de suicidio de internos condenados masculinos en centros penitenciarios andaluces;y segundo, estudiar los factores sociodemográficos, penales y, especialmente, psicopatológicos, asociados a este riesgo.

Las variables psicopatológicas son esenciales y las más potentes para explicar el riesgo suicida en el medio penitenciario.Un correcto y exhaustivo diagnóstico, seguido del adecuado tratamiento por profesionales de salud mental durante los internamientos penitenciarios son esenciales para prevenir el riesgo de suicidio.

Numerosos estudios han demostrado que el riesgo de suicidio en prisión es mayor que en la población general.Este estudio tiene dos objetivos.En primer lugar, explorar el riesgo de suicidio en hombres condenados en prisiones andaluzas.Y segundo, estudiar los factores sociodemográficos, delictivos y, especialmente, psicopatológicos asociados a este riesgo.

Una parte importante de las personas que ingresan en un centro penitenciario, lo hacen debido a un comportamiento socialmente inadaptado, en algunos casos como manifestación de un proceso patológico que les ha llevado a entrar en conflicto con la ley. En la prisión, se encontrarán en un ambiente caracterizado por el aislamiento afectivo, la vigilancia permanente, la falta de intimidad, la rutina, las frustraciones reiteradas y una nueva escala de valores que entre otras cosas, condiciona unas relaciones interpersonales basadas en la desconfianza y la agresividad. Todos estos factores someten al recluso a una sobrecarga emocional que facilitará la aparición de desajustes en su conducta en el mejor de los casos, cuando no la manifestación de comportamientos francamente patológicos, sobre todo si previamente había ya una personalidad desequilibrada, en el momento de la entrada en prisión.

La entrada en la cárcel pone en marcha un proceso de adaptación al entorno penitenciario, que muchos autores llaman prisonización y que se divide en tres niveles de afectación, el primero consiste básicamente en un comportamiento regresivo, inmaduro, ansioso e inestable desde el punto de vista afectivo como respuesta a la entrada en una Institución Total como es la cárcel. En caso de fallo adaptativo, un segundo estadio daría paso a verdaderos desórdenes de conducta, fundamentalmente marcados por comportamientos agresivos (auto o heteroagresividad), aparición de un deterioro afectivo depresivo o la presencia de episodios relacionados con trastornos de ansiedad en diferentes manifestaciones, bien somatizadoras, bien en forma de episodios ansiosos agudos. En un tercer nivel de este proceso de deterioro, aparecerá una patología mental severa, con brotes psicóticos, trastornos afectivos severos, reacciones vivenciales anormales o graves crisis de ansiedad e inadaptación a la prisión, lo que aconsejaría el ingreso hospitalario del recluso.

En este proceso de asimilación de la vida penitenciaria, es difícil repartir la influencia de los factores individuales y ambientales, lo evidente es que cualquier mínima patología o disfunción que se presentara en el recluso o que éste padeciera antes de su encarcelamiento, sin un adecuado tratamiento, se agravará progresivamente mientras se mantenga al sujeto en ese medio, que desde el punto de vista del mantenimiento de la salud mental resulta tan exigente.

La presencia de un alto número de reclusos con patología psiquiátrica, no severa, pero sí conductualmente desadaptativa, tienen un efecto disfuncional sobre un clima social en la prisión debido a su falta de capacidad de ajuste al entorno, que transmite estrés a los propios internos y a los trabajadores del establecimiento que se relacionan con estos pacientes.

Los Trastornos de Personalidad, que pueden describirse como un estilo de relacionarse, de comportarse, de pensar y de afrontar dificultades, lo que es en definitiva una forma especial de personalidad patológica, suponen para los que los padecen una fuente de conflictos relacionales permanente ya que tienen como características centrales:

1. Poca estabilidad, tanto emocional como cognitiva, lo que conlleva rápidos y frecuentes cambios de humor e interpretaciones distorsionadas de la realidad
2. Inflexibilidad adaptativa en las relaciones interpersonales y con el entorno, con gran dificultad para reaccionar de manera modulada en función de las circunstancias, enfrentarse al estrés o reaccionar adecuadamente ante la frustración.
3. Tendencia a entrar en círculos viciosos o autodestructivos a consecuencia de las grandes limitaciones de su personalidad en las capacidades de adaptación al entorno.

En una institución cerrada, donde prima la seguridad, la restricción de movimientos y de espacios en los que realizarlos, el elevado control sobre los recluidos, el aislamiento, la ausencia de intimidad y la convivencia forzada entre sujetos, las relaciones interpersonales, frecuentemente cargadas de emotividad, son una de las principales fuentes de tensión para los reclusos y para los funcionarios con los que conviven. En condiciones normales, un sujeto que sufre una crisis vital que le hace cometer un delito grave, junto a la propia experiencia de la entrada en prisión, debe realizar un importante esfuerzo de adaptación para superar unas condiciones ambientales e individuales que pueden resultar tan adversas. Si en lugar de una personalidad equilibrada, nos encontramos con sujetos que presentan trastornos adaptativos previos, las dificultades de asimilación de la situación pueden ser insalvables. En estos casos la quiebra de la salud mental se traducirá frecuentemente en relaciones interpersonales patológicas.

 La repetición de interacciones disfuncionales entre internos que presentan patologías adaptativas y trabajadores penitenciarios, puede incluir desde comportamientos agresivos, lábiles o incoherentes, hasta reacciones vivenciales francamente inapropiadas, la aparición de crisis de conversión o el desencadenamiento de una conducta psicótica. La sobrecarga emocional en este tipo de interacciones se vería notablemente disminuida si estos internos fueran correctamente diagnosticados y tratados, lo que contribuiría sin duda a mejorar un clima social de trabajo, siempre difícil y cuando menos, si los trabajadores penitenciarios fueran informados de la patología que presentan este tipo de internos y las reacciones que cabe esperar de ellos.

Uno de los factores que agrupa a la población penitenciaria de manera diferencial respecto a la no encarcelada, es precisamente su conducta ilegal. Parece lógico que como expresión de esta conducta ilegal, las personalidades con dificultades de adaptación tengan una presencia mayor entre los reclusos. Esto es explicable entre otras, por dos importantes razones, la primera porque es mucho más frecuente la historia previa de comportamientos inadaptados entre los delincuentes, antes de su entada en prisión ya que esta inadaptación está en la propia raíz del acto delictivo. La segunda, es que la estancia en prisión obliga a un esfuerzo permanente de ajuste y en este entorno, son puestas a prueba continuamente y muchas veces desbordadas, las capacidades de cada sujeto para la adaptación psico-social.

 Para comprender el impacto del encarcelamiento es necesario tener en cuenta la vivencia negativa de las relaciones dentro de prisión y caer en la cuenta que la precarización de la salud tiene mucho que ver con la corporalización de esos malestares. El sistema penitenciario es un sistema social alternativo, donde están muy acentuadas las relaciones de poder y las dinámicas de género. El asfixiante ambiente de la prisión, tanto en su vertiente arquitectónica como en su configuración social, es fuente primordial de padecimientos psicológicos y emocionales de las mujeres presas. La pena privativa de libertad, a pesar de que en sus fundamentos legales tiene como principal objetivo la resocialización de las personas presas, en la práctica está principalmente orientada a la guarda y custodia, tanto en lo que respecta a la organización general de la vida en prisión, como en la arquitectura de los centros penitenciarios y las políticas penitenciarias. El propio personal sanitario reconoce esta priorización de lo regimental sobre lo asistencial entre las carencias estructurales de los centros penitenciarios españoles.

La vida en prisión se convierte en un sistema social alternativo con su propia cultura, sus normas y hábitos, y sus propias dinámicas de relación, tanto entre las personas presas y el funcionariado, como entre las personas presas constituyendo una «institución total». Uno de los rasgos más relevantes de la vida cotidiana tras los barrotes es la falta de intimidad de las personas encarceladas, quienes en la mayoría de las ocasiones tienen que compartir celda con otras personas que no formaban parte de su red de relaciones antes del encierro. El resto de dependencias de la prisión (salas, galerías, patio, etc.) tampoco permiten encontrar momentos de intimidad, menos aún de silencio o cierta tranquilidad. El propio encierro, el hecho de estar tras los muros de una prisión y encerrada en una celda produce sensación de enclaustramiento.

 MUJERES PRESAS

 En una entrevista a mujeres presas, estas declaran: el impacto en las emociones y los cuerpos de las mujeres presas como luego que si ves la tele o que si lees un rato, tal... te echas ya a dormir y bueno. Pero los medios días que yo no duermo, estar ahí cerrada, puff (resopla) se me hace cuesta arriba, ya lo saben ellas (las funcionarias), a mí se me hace cuesta arriba, pero no queda otra. A ello hay que añadir que el día a día de la prisión está marcado fuertemente por las relaciones de poder, ya sea en las relaciones funcionaria-presa, como en las relaciones presa-presa. De hecho, las participantes manifestaban que no se podía confiar en otras internas, ya que era habitual que desvelaran confidencias que habían sido contadas, incluso que usaran cierta información para dañar a otras compañeras. Si bien la observación encontró que esta agresividad mutua convivía con importantes gestos de solidaridad, es importante reconocer el sentimiento de amenaza que las entrevistadas percibían en la relación con otras internas. Las mujeres entrevistadas tendían a describir el ambiente de relación entre las presas como hostil y de desconfianza, hasta el punto de que algunas de ellas manifestaron que lo peor de la prisión no era la institución, sino la dureza de las condiciones de vida en prisión, precisamente debido a la hostilidad de relaciones entre presas. Esto es como un «Gran Hermano» pero a lo grande, a lo grande porque todos los días viendo las mismas caras somos siempre las mismas. Si viene gente nueva, tienes que andar observando para ver si te va a meter una puñalada trapera, si puedes ser su amiga. Siempre tienes que estar mirando p’atrás. Dices ¿cómo será la cárcel? Un suplicio, no es un castigo es un suplicio. Por lo tanto, la cotidianidad del encierro puede describirse como asfixiante, arquitectónicamente hablando, y amenazante en lo referente a las relaciones, lo cual conducen a un estado de permanente ansiedad.

 Para comprender el estado de salud de las mujeres encarceladas, es importante tener en cuenta el precario estado de salud de muchas de ellas antes de entrar en prisión, debido a las condiciones de desigualdad social previas al encarcelamiento, a las experiencias personales traumáticas (abusos sexuales, violencia de género o problemas familiares), las enfermedades o los trastornos mentales y conductas de riesgo en uso de drogas o conductas sexuales. Aparece, pues, una fuerte relación entre las desigualdades sociales y las desigualdades en salud, con la variable de género como eje vertebrador principal. De hecho, varios de los informes europeos apuntan que «las necesidades de salud de las mujeres presas, tanto físicas como psicológicas son distintas a las de los hombres y estas necesidades sanitarias no son atendidas de forma adecuada.

Las mujeres participantes en la investigación manifestaron problemas de salud antes de entrar en prisión en porcentajes nada desdeñables. Así, más de una de cada diez afirmaron tener una o más de las siguientes dolencias antes de su ingreso: enfermedad crónica, problemas psíquicos, alcoholismo, VIH habitualmente relacionado con el consumo de drogas u otros problemas de salud. Cerca de la mitad de ellas era o habían sido toxicómanas. Una vez en prisión, el estado de salud tiende a deteriorarse tanto física como psicológicamente.

El 67 por ciento de la población penitenciaria manifestó que su salud había empeorado desde su entrada en prisión. Respecto a la investigación que aquí se presenta, preguntadas si durante el tiempo en que se encontraban en prisión habían padecido o padecían algún problema de salud, una de cada cinco refiere a problemas psíquicos y más de una de cada tres participantes en la investigación refieren problemas de salud varios, generalmente relacionados con el impacto físico-emocional del encierro, como describiremos más adelante. La mitad, estaban recibiendo tratamiento en el momento de la entrevista, de las cuales casi la mitad tomaban medicación para síntomas de depresión o ansiedad, dificultad para conciliar el sueño o similares alteraciones psicológicas, por lo general derivadas del padecimiento del encierro en prisión. Impacto en las emociones y los cuerpos de las mujeres presas padecían una enfermedad larga o crónica y en casi la totalidad de los casos expresaron que en la cárcel existían problemas psíquicos, padecimientos derivados de conductas de riesgo en ámbitos como el consumo de drogas (hepatitis c y SIDA) y problemas de salud relacionados con la salud sexual y reproductiva (enfermedades de transmisión sexual y problemas derivados de la gestación).

 El fuerte impacto de la experiencia de encarcelamiento en las mujeres es notorio si tenemos en cuenta que más de la mitad de ellas dijeron que la cárcel les había traído síntomas de depresión, y/o agobio y claustrofobia. Además, tres cuartas partes de las participantes reportó síntomas de ansiedad y más de la mitad haber sufrido algún ataque de ansiedad durante su estancia en prisión. En menor medida, pero aún de manera muy importante, más de una de cada tres manifestaban que la situación de encierro carcelario había traído consigo deseos de venganza y en un porcentaje similar, agresividad. Asimismo, una de cada tres afirmó que la cárcel le había producido desequilibrios mentales y una de cada diez manifestó haber intentado suicidarse en algún momento de su tiempo de encarcelamiento.

El tratamiento psiquiátrico más habitual es el farmacológico (antidepresivos, principalmente). Se comprueba, por tanto, un elevado porcentaje de antecedentes de trastornos mentales previos al ingreso en prisión y una más elevada tasa aún una vez encarcelados. En el estudio más amplio llevado a cabo hasta el momento en España en lo que se refiere la prevalencia de enfermedad mental entre la población penitenciaria, encontró en una muestra de varones que la prevalencia era 5 veces superior a la población general, con una alta relación entre enfermedad mental y consumo de drogas. Concretamente, la prevalencia de trastorno mental es del 84,4 por ciento, siendo el consumo de sustancias el más frecuente (76,2 por ciento), seguido de trastorno de ansiedad (45,3 por ciento), trastorno afectivo (41 por ciento) y trastorno psicótico en un 10 por ciento de los casos. No obstante, existen indicios para pensar que la salud mental de las mujeres en las prisiones está más deteriorada que en el caso de los hombres. El proyecto apunta el mayor sufrimiento psicológico de las mujeres (que los hombres) en el interior de los centros penitenciarios. A los trastornos físicos y psicológicos derivados de las condiciones de vida previas al encarcelamiento, se le suman los trastornos derivados de condiciones de vida en prisión, excesiva medicalización, falta de abordaje global, escasez de tratamiento psicológico, deficiencias de atención ginecológica y en anticoncepción

En la misma línea se dirigen las críticas de los propios profesionales sanitarios penitenciarios, cuando señalan que la priorización de lo regimental frente a lo asistencial, la escasez y motivación de los profesionales así como la descoordinación con la red asistencial extra-penitenciaria son carencias estructurales importantes que conllevan, entre otras cosas, la falta de implicación de algunos profesionales en su trabajo. La cuestión de la medicación, pues, resulta problemática en este contexto, tal y como manifestaron varias de las mujeres entrevistadas: Aquí todo lo solucionan con pastillas. Los médicos. Bah, si estás nerviosa, una pastilla. Pero que no, yo lo que necesito es hablar, no necesito pastillas. ¿Prepotente? No soy prepotente. A mí me gusta que me escuchen. María pone de manifiesto una sobre-medicación, de la que se quejaban también otras presas, y expresa una demanda de escucha. Es probable que gran parte del desasosiego que las mujeres encarceladas experimentan se viera aliviado si pudiesen contar con personas que les dedicasen el tiempo suficiente como para escuchar sus cuitas. Al menos, ese es el clamor de la entrevistada. Pero ¿a qué puede deberse este abusivo recurso de los psicofármacos para la población penitenciaria femenina?

En cuanto a la falta de personal, siendo el hacinamiento un problema endémico en el sistema penitenciario español, no es difícil imaginarse que el personal penitenciario encargado de la asistencia médica, se encuentre desbordado y que habitualmente recurra a la solución que parece más fácil y rápida: recetar medicamentos.

Este tipo de respuesta médica se encuentra también fuera de los muros de la prisión: la respuesta medicalizadora está más orientada a eliminar el síntoma que a tratar la raíz del problema de salud. Pero el problema de la excesiva prescripción de medicación para padecimientos psicosomáticos puede tener una lectura más compleja y se puede comprender en la confluencia de diversos factores criminológicos relacionados con las dinámicas del sistema penitenciario, y también de manera más general, con la tendencia a psicopatologizar los padecimientos de las mujeres.