Como ya hablamos en un anterior programa, “la criminalización del anarquismo parte 2”, van unidos de la mano el entrar en prisión con venir de entornos de extrema pobreza. Existe una vinculación muy estrecha entre pobreza, barrios humildes, extrarradios y la entrada en la cárcel. Porque los grandes estafadores millonarios, evasores de fortunas robadas a trabajadores y trabajadoras, deambulan por el mundo tranquilamente, porque claro está que existe una justicia para los pobres u otra justicia muy diferente para los ricos y poderosos. 

Actualmente existen en las prisiones del Estado numerosos presos y presas que intentan coordinarse para organizar huelgas de hambre a la vez en unas fechas fijadas, a fín de conseguir la tabla de 12 puntos de reivindicación, algunos de estos puntos históricos desde los tiempos de COPEL.

 Desde entoces, la lucha anticarcelaria ha sufrido diversas variaciones necesarias, como por ejemplo huelgas de hambre rotativas, haciendo que siempre haya algún preso en huelga. A esto se unen las acciones y protestas reivindicativas que se realizan desde CNT-AIT y otros colectivos diversos desde el exterior, aunque pocas victorias se han apuntado en favor de los presos y ninguno de los 12 puntos de la tabla se han aplicado.

 Entre huelgas de hambre y escritos se han tenido noticias de numerosos presos muertos, bién por enfermedad derivados de los años de encierro en pésimas condiciones, bién por suicidios, bién por asesinatos simulados como suicidios, bién por asesinatos por no darles una medicación (como ejemplo los muertos por hepatitis c) o por falta de asistencia médica dentro.

 En los años de pandemia, la lucha anticarcelaria experimentó un repunte. Se han producido en todo el mundo protestas en las prisiones. En España se vivieron algunas protestas coordinadas en varias prisiones, con internos haciendo hogueras en los patios. Desgraciadamente no ha habido cambios sustanciales ya que nadie pone en duda la administración penitenciaria. La protesta pacífica ha dejado en silencio las condiciones salvajes que se viven en las cárceles, además con el agravante de dar el mensaje al preso de no dar pasos adelante en la lucha, limitando unicamente a poner quejas por escrito, que no van a ninguna parte. Por otro lado, se ha visto como con la violencia, si bién no se han conseguido grandes avances, se ha logrado evidenciar ante la sociedad la tortura y los abusos y despertar el apoyo de los más cercanos y afines a los presos y presas.

 Pese a esto, el apoyo a los torturadores sigue siendo incondicional entre ellos, recibiendo apoyos en manifestaciones de sindicatos policiales y organizaciones como CC.OO, UGT, CSIF, ACAIP, asociaciones como “tu abandono me puede matar” y demás sindicatos que amparan las torturas y desprecian y calumnian a presos. Es evidente que la vía democrática sirve para proteger a los torturadores.

Los presos y presas y cualquiera que fije la cárcel como su enemigo, no puede esperar ver mejorar su vida a través de la no violencia. En la lucha anticarcelaria es necesario que presos y presas estén dispuestos a moverse junto con las personas que desde el exterior también pueden hacer efectiva esa lucha.

Desde CNT-AIT es mucho el trabajo que tenemos por delante en este frente, combatiendo a funcionarios que torturan. Nuestro sindicato es una asociación entre iguales donde nos defendemos ante la explotación y no hacemos diferencia entre un trabajador privado de libertad o un trabajador en el paro. Los grupos pro-presos de los sindicatos que actúan como la base de la lucha anticarcelaria son nustra fuerza contra el poder del Estado impuesto en los centros de tortura. La represión crece y cece si no se la combate, si no se denuncian los abusos.

 Bién sabido es por todos nosotros que la cárcel siempre busca el aniquilamiento y la disminuición del individuo, por lo que superar los obstáculos e impedimentos puestos por la burocracia carcelera, solo puede hacerse mediante la movilización, solidaridad y apoyo mutuo.

El problema es la misma cárcel, los carceleros, los psicólogos, los trabajadores sociales, directores y evaluadores de la junta de tratamiento, los organismos humanitarios demócratas, los jueces de vigilancia, los policías, etc. Todo el conjunto del poder judicial y aparato represivo que se debe enfrentar para erradicar la tortura, no puede ser derribado por reformas ni por decretos. La única vía posible y real es una lucha abierta contra la sociedad autoritaría, enfrentando la organización antirrepresiva contra la organización de la represión. Solo la asociación entre presos en lucha, junto a personas fuera de la cárcel organizadas pueden erradicar las torturas. Lo demás solo es propaganda y apariencia.

 Hasta hoy las prisiones han sido un compromiso entre la idea bíblica de venganza, la creencia medieval de el dominio, la idea del poder del terror y la prevención del crimen por medio del castigo.

Lo que presos y presas no han hayado hoy en la sociedad es una mano auxiliadora, que les ayude desde la niñez a desarrollar las facultades de su inteligencia y su espíritu, facultades cuyo desarrollo natural se ha obstaculizado por nacer en un entrono de pobreza, donde las malas condiciones sociales someten a millones de seres humanos, que carecen de posibilidad de elegir sus acciones.

 Vivimos hoy demasiado aislados. La propiedad privada nos ha llevado al indidualismo egoísta en todas nuestras relaciones mutuas. Nos conocemos muy poco unos a otros; los contactos personales son demasiado escasos. Hemos perdido las relaciones comunales que eran el nexo de unión y verdadera fuerza de lucha de los trabajadores. Excepto en nuestra organización, la CNT-AIT, donde prima la colectividad.

 Precisamente por esto, desde el poder nos califican como un peligro para la sociedad. Quieren librarse de nosotros o impedir, al menos, que organicemos a la sociedad en valores como la igualdad, la fraternidad, la solidaridad, la lucha por una vida digna y la libertad.

 Queremos una sociedad diferente, y lucharemos el tiempo que haga falta por lograrla. En eso consiste nuestra revolución social. El primer deber del revolucionario será abolir las cárceles; esos monumentos de la hipocresía humana y de la cobardía. No hay por que temer actos antisociales en un mundo entre iguales, entre gente libre, con una educación sana y con el hábito de la ayuda mútua. La mayoría de estos actos ya no tendrían razón de ser y las malas acciones serían sofocados en origen.

 En cuanto a aquellos individuos de malas tendencias que nos legará la sociedad actual tras la revolución, será tarea nuestra impedir que ejerciten tales tendencias. Esto se logrará ya muy eficazmnte mediante la solidaridad de todos los miembros de la comunidad contra dichos agresores. Si no lo lográsemos en todos los casos, el único correctivo práctico seguiría siendo el tratamiento fraternal y el apoyo moral.

Esto no es una útopia. Si se ha logrado ya con individuos aislados, se puede lograr con una práctica general. Y estos medios siempre serán mucho más poderosos para proteger a la sociedad de actos antisociales que el sistema actual de castigo que es fuente constante de nuevos delitos.

Lo peor que les ha podido pasar a las personas presas fué la introducción de las drogas en las cárceles en los años 80. La peor droga que existe es la heroína y la usó el sistema para acallar la organización de presos. Metieron la heroína para que los internos se engancharan. La finalidad fué acabar con la rebeldía de presos y presas. La mayoría cayeron en la trampa, y cientos murieron de SIDA. Premeditadamente ya que dejaban circular por la misma galería una o dos jeringuillas para que se compartieran y así propagar tanto el VIH como la hepatitis C.

Entonces se produjo la venta de droga dentro de prisión, había igual acceso a la heroína dentro que fuera y eran los propios carceleros quienes introducían la droga dentro de las prisiones.

Después llego la peor droga dada por el sistema carcelario, la metadona. Más tarde las pastillas. La gran mayoría de internos están drogados con ellas. Los médicos dan pastillas a cualquier persona que protesta y así no molestan.

Vemos el perfil de las personas en prisión: varones, treinta y nueve años de media, con una situación social precaria, baja escolarización, procedentes de contextos de exclusión y vulnerabilidad y, posiblemente, con algún problema de salud mental. Los delitos suelen ser contra el patrimonio (robos y hurto, un 38% según las últimas estadísticas) o contra la salud pública (23%). Esas dos categorías concentran más del 60% de las personas en prisión. Este perfil también se puede extrapolar al de las mujeres en prisión, quienes además tienen cargas familiares en un amplio porcentaje y son casi el doble las que lo están por tráfico de drogas (el 39% de las mujeres, frente al 21,5% de hombres).

Las que acaban en prisión son las personas más pobres, más vulnerables, procedentes de barrios desfavorecidos y con problemas de drogodependencias. Suelen ser chicos jóvenes, que comienzan en el consumo de drogas de una manera desordenada, con poco cuidado para su salud, y al meterse en esa espiral de drogodependencia acaban cometiendo muchos delitos de poca entidad, pero que se les van sumando, y acaban en prisión cumpliendo condenas de 15 o 20 años por haberse pasado unos años robando radios de los coches y cosas por el estilo.

La mayoría de las personas que están en la cárcel por delitos contra el patrimonio son personas que o bien han robado para sostener su consumo o lo han hecho por encontrarse en una situación de precariedad y vulnerabilidad. “Si tenemos en cuenta que entre un 70 y 80% de las personas en prisión tienen problemas de drogodependencia, está claro que los delitos que cometen están relacionados con su consumo.

Son las víctimas de la guerra contra las drogas: encerrados por consumir sustancias prohibidas de las que tampoco se pueden desenganchar aunque quieran (tan solo el 25% tiene acceso a tratamientos de drogodependencias) o por trapichear con ellas para financiar el consumo. Y una vez dentro, enganchados a drogas legales, ilegales o ambas para aguantar (ocho de cada diez personas en prisión han sufrido o sufren algún problema de salud mental). No podemos dejar de preguntarnos si en un contexto de regulación de todas las drogas se vaciarían las cárceles o se buscarían otros mecanismos de control y castigo de poblaciones marginadas.

En los últimos años la política criminal se ha caracterizado por criminalizar más duramente todo lo que tiene que ver con la seguridad ciudadana, especialmente los delitos relacionados con el patrimonio, en los que se protege la propiedad, y sin embargo esa dureza no aparece a la hora de sancionar a la delincuencia de cuello blanco.

El ejemplo más claro se aprecia en la forma en la que se penaliza el delito fiscal , para cometer ese delito hay que defraudar de forma deliberada más de 120.000 euros y la pena de prisión podría ir de 1 a 5 años. En Francia o Alemania la pena por ese delito llega a los 10 años. Si el fraude se produce a fondos de la Unión Europea, el delito se comete cuando se superan los 50.000 euros. La generosidad del Estado con algunos defraudadores contrasta con la forma en la que se castigan algunos delitos como los hurtos, en los que la pena puede llegar hasta 3 años de prisión

Desde sectores ideológicos opuestos se ha relacionado la pobreza, o, si se prefiere, la marginalidad social, con la delincuencia. Así, las clases acomodadas en el período de la industrialización veían con temor los suburbios de las ciudades donde se hacinaban los que acababan de llegar de las zonas rurales atraídos por las “oportunidades” de la nueva industrialización. No ha sido esta perspectiva un planteamiento exclusivo de las clases acomodadas, sino que ha sido habitual que los más pudientes de los países más diversos identificaran la pobreza como fuente de todos los males, entre ellos la delincuencia. La pobreza, de acuerdo con este punto de vista, implicaría, malas condiciones de salud y de higiene, familias desestructuradas, ausencia de educación y de valores sociales y todo este “pack” conduciría irremediablemente a la delincuencia. Desde esta perspectiva la caridad, la ayuda a los más desfavorecidos era una manera de “civilizar” a los pobres y, en consecuencia, de prevenir la delincuencia.

Desde una perspectiva absolutamente opuesta, que podríamos calificar de socialista o comunista no se llegaba a conclusiones diversas, aunque con un recorrido argumental cualitativamente diferente. Se partía de una injusticia en la distribución de la riqueza, que dejaba a grupos significativos de la población fuera del goce de muchos de los productos y servicios que la sociedad capitalista-consumista producía y anunciaba, con una propaganda tan agobiante que daba la impresión que si no podías hacerte con ellos, no eras nadie o ni siquiera valía la pena vivir. Esta injusticia no dejaría únicamente a un sector importante de la población sin un nivel equitativo de recursos, sino que, además, esta gente tenía que soportar el contraste de ver a otros gozando de manera ostentosa de más bienes y servicios de los que necesitaban. Unos no podían estudiar y los otros estudiaban las carreras que querían, unos vivían en viviendas insalubres y otros poseían grandes mansiones, etc. En este contexto, algunos de estos “pobres” no tenían prácticamente otro recurso que la delincuencia para intentar responder a tanta agresión y buscar un futuro. Habría, pues, que mejorar las prestaciones y los servicios que se ofrecía a estos sectores desfavorecidos para ofrecerles alternativas válidas que les permitieran orientar su vida de manera menos traumática tanto para el sistema como para ellos. Desde esta óptica hacía falta más justicia social para conseguir una sociedad más segura y con menos delincuencia. Al margen de lo más o menos fundamentados que sean los argumentos al final el sospechoso continúa siendo el pobre, hasta el punto que las políticas sociales hacia algunos sectores se acaban inscribiendo en estrategias de prevención de la delincuencia, con la consiguiente criminalización de los sectores destinatarios de estas políticas sociales. Al inicio de la actual crisis económica, desde esta perspectiva ideológica se llegó a decir, incluso por personas con responsabilidad en el ámbito de la seguridad, que el incremento de los desempleados y la eliminación de subsidios a los más pobres provocaría de manera inevitable un incremento de la delincuencia.

La evolución de la delincuencia en los países de nuestro entorno ha desmontado este planteamiento: la delincuencia se mantiene con una ligera tendencia a la baja en todos estos años de crisis económica, fenómeno que no es nuevo, ya que incluso se han detectado descensos un poco más acusados de la delincuencia en períodos de recesión.

Es decir, las hordas de pobres no se han tirado a la calle a robar a quien se pusiera por delante ni a saquear tiendas y supermercados. La profecía, pues, no se ha cumplido. ¿Por qué?

La respuesta es que la delincuencia y la inseguridad son el resultado de circunstancias y fenómenos complejos que no permiten simplificaciones infantiles, los estudios sobre la relación entre crisis económicas no han ofrecido conclusiones claras. Es cierto que la desestructuración social, la violencia estructural, las injusticias evidentes son una buena simiente para el conflicto, para la delincuencia, para la violencia y para la seguridad. Pero esto no significa que los menos favorecidos, los pobres, tengan que ser necesariamente delincuentes. Estamos ante un fenómeno más complejo en el que juegan un papel relevante otros aspectos como la cohesión comunitaria, los valores predominantes, la abundancia de productos para apropiarse o las oportunidades delictivas. Es cierto que pueden darse casos en que los barrios más desfavorecidos y degradados presenten una mayor crisis de valores y una menor cohesión comunitaria, pero posiblemente no tendrán abundancia de productos ni oportunidades. Es todo mucho más complejo.

Seamos, pues, más serios a la hora de identificar las causas de la delincuencia y de la inseguridad y busquemos en los contextos concretos factores que lo expliquen de manera adecuada. Les guste o no a algunos, los pobres no se convierten indefectiblemente en delincuentes. Hay que seguir combatiendo la pobreza y la marginalidad por una cuestión de justicia y equidad social, porque tendremos una sociedad con una mayor calidad de vida, porque seremos más felices con menos pobreza, pero no como el punto central de las políticas de prevención de la delincuencia.

Hablamos ahora de las drogas y su impacto en la sociedad: intentar, abordar el llamado "problema de las drogas” en nuestra sociedad supone enfrentarse inmediatamente con dos dimensiones de este fenómeno que a menudo permanecen enmascaradas. En primer lugar ha de analizarse qué representan las drogas para nuestra sociedad, cuáles son las imágenes, las representaciones culturales que socialmente definen los contornos del problema; y en segundo lugar ha de abordarse el problema de delimitarse, los mecanismos sociales e institucionales que la sociedad pone en marcha para controlar dicho fenómeno, hasta qué punto estos mecanismos están condicionados por las categorías culturales presentes en la sociedad y hasta que punto ellos mismos contribuyen a definir los perfiles de "la cuestión droga”.

¿A través de qué proceso se ha ido generando la actitud social prevalente sobre las drogas? A este respecto podría decirse que nuestro país, ha seguido, con unos años de retraso, una evolución similar al resto de las países europeos y en la que que pueden distinguirse tres, etapas fundamentales. La primera de estas etapas se corresponde con la imagen del toxicodependiente como el enemigo político, el joven contestatario social o cultural que hace de su vivencia de las drogas una manifestación más de su rechazo de la cultura y el sistema social imperante; y como un instrumento más de elaboración de un modelo social alternativo. En nuestro país, dicha etapa coincide con el final de los años sesenta en el que se vivió un estado de alarma social causado por las noticias que sobre las drogas y sus efectos aparecían constantemente en la prensa.

Durante esos años se tendía a asociar cualquier tipo de disidencia política con el consumo de drogas, relacionando ambas actitudes como parte de una única estrategia cuyo objetivo final era debilitar al régimen franquista o lo que era lo mismo a la nación' española. A esa primera imagen del «drogadicto» -contestatario-, enemigo político corresponde un tipo de respuesta puramente represiva, penal. Al "drogadicto" se le persigue por el hecho de serlo, porque su drogadicción le enfrenta inmediata y directamente con las normas sociales. El consumidor de drogas (de un tipo de drogas) es, por el hecho de serlo, un enemigo social. La cárcel es el único instrumento de respuesta.

La segunda de las etapas en cuanto a la definición social del fenómeno droga se corresponde con un modelo de identificación del toxicómano con el joven marginal de cualquiera de los barrios periféricos de las grandes ciudades. Se trata de un joven desocupado, inmerso en condiciones sociales caracterizadas por la desorganización social en las que el consumo de drogas y las actividades delictivas forman parte de un contexto normalizado. La droga comienza a ser vista como un factor de cohesión y de identificación del grupo marginal y se diversifica. A este segundo modelo de percepción social, corresponde un tipo de control doble se comienza a distinguir entre traficante y consumidor (corresponden a esta etapa las primeras sentencias del Tribunal Supremo declarando la impunidad de la tenencia de droga para el propio consurno); al primero, obviamente, se le sigue considerando delincuente y enviándole a la cárcel; al segundo comienza. a considerársele no delincuente, sino peligroso social. Se produce en esta época la promulgación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social -que supuso la extensión del control penal a colectivos de «desviados» a quienes resultaba difícil aplicar la categoría de delincuentes (vagos, toxicómanos, homosexuales..., etc.)- y a pesar de que la mayor parte de las veces la aplicación de dicha ley a los toxicómanos significaba para ellos la cárcel, comienza a aparecer un cambio en el discurso ideológico: el objetivo de la cura, el objetivo terapéutico, comienza aunque tímidamente, a introducirse en la legislación penal y a veces en la práctica judicial. El hospital penitenciario o el sanatorio psiquiátrico son, junto a la prisión, los nuevos instrumentos de control que ya comienza a aparecer como «aislamiento» y «tratamiento».

En la tercera de las etapas, la más próxima, la definición de droga viene asimilada en forma inequívoca con la heroína. Los «drogadictos» ya son sujetos pertenecientes a todas las clases sectores. Unos portadores de la enfermedad y otros infectados por la misma. La imagen del toxicómano que delinque para atender sus necesidades de droga o de dinero para obtenerla es la imagen predominante. 'La toxicodependencia comienza a asimilarse a la –enfermedad. La respuesta social comienza a preocuparse por la "curación" de los toxicómanos y diversas iniciativas legislativas empiezan a plantear la necesidad de buscar alternativas a la prisión como modelo de respuesta a este fenómeno. La «comunidad terapéutica» se convierte en el modelo de respuesta que goza de mayor prestigio en base a su pretendida eficacia. Todo ello, por supuesto, sin abandonar la respuesta penal que, al contrario, tiende a endurecerse cada vez más. Todo este complejo proceso en el que las etapas sucesivas no anulan las anteriores sino que se superponen a ellas, han creado un tipo de percepción socialbasada en preconceptos, en estereotipos que mixtifican el fenómeno y lo tiñen de connotaciones morales que en definitiva sirven para crear, reforzar, perpetuar y amplificar la desviación.

Y, sin embargo, las drogas, "la cuestión droga”, constituye hoy uno de los temas de preocupación fundamental a nivel de opinión púbca. Todas las encuestas revelan qué este toma despierta inmediatamente reacciones colectivas de temor, asociadas siempre a la inseguridad personal y colectiva. No parece existir correspondencia entre los perfiles objetivos del problema y el nivel de alarma social. Hoy, para la gran mayoría de la población, incluidos los propios usuarios de drogas, las drogas se delimitan se definen y causan efectos según lo deciden los medios de comunicación. Y es precisamente la pseudeoinformación brindada por los medios de comunicación la fuente de los mayores equívocos en este tema y en especial de la creación de los estereotipos en que hoy se basa la percepción social de la droga y los drogadictos.

Tal como si la desviación fuese una cualidad, intrínseca a determinados actos humanos y no el producto de un proceso interactivo entre el sujeto y el contexto normativo que define sus acciones como aprobadas o desaprobadas. Este tipo de confusión es el que permite mantener hoy la absurda división entre drogas legales e ilegales, en especial cuando se aborda la razón de la penalización de sustancias como los derivados del cannabis. Son reveladoras al respecto las palabras de algunos expertos médicos en la materia.

Desde ese punto de vista la exaltación de la omnipotencia de la heroína para hacer «esclavos», subraya su validez como símbolo de identificación-transgresión: cuanto más la sustancia es descrita como «mala», más intensa y atrayente es su carga simbólica. Esa identificación, esa imagen estereotipada tiene consecuencias desastrosas desde el punto de vista de la difusión y la profundización del uso de drogas. En primer lugar, dicha identificación hace que la condición de toxicómano pueda aparecer ante los ojos de muchos jóvenes como un factor de identificación de un extraordinario atractivo. Si corno es sabido, uno de los problemas esenciales de esa edad es la búsqueda de la propia identidad, muchos jóvenes, escasamente atraídos por los modelos de identificación propuestos por la educación convencional, pueden sentirse atraídos por un modelo de identificación en el que esos valores aparecen invertidos.

Hoy, al hablar de «la droga», se pone en marcha un inconsciente colectivo, en el que inmedíatamente aparecen imágenes extraídas de noticias, reportajes, telefilms de la T.V., etc., de muerte, atracos, violencia.... etc. Si además, una actitud pseudocientífica de los medios de comunicación aporta presuntas «pruebas» irrebatibles de la identificación droga-delíncuencia, basándose en las estadísticas policiales que aseguran que un alto porcentaje de los delincuentes son drogadictos, la opinión pública ve reforzada esa imagen estereotipada, masivamente difundida de forma explícita o implícita. Es sabido que la identificación drogadicto-delincuente se basa en una doble mixtificación la de suponer que los toxicómanos oficialmente y socialmente identificados, son representativos del universo de los toxicodependientes, la suoner que los delincuentes «oficiales», esto es, los que pueblan las prisiones son representativos de todos los delincuentes. Ni lo uno, ni lo otro es cierto. Existe un vastísimo «número oscuro» no conocido, tanto de toxicodependientes como de delincuentes con características sociológicas, generacionales, y psicológicas profundamente diferentes de los definidos como tal en la actualidad.

La formación del mercado mundial de la droga se ha producido de forma paralela a la creación de otros grandes mercados ilegales, como el de las armas de guerra vendidas por los productores occidentales a los gobiernos y a los movimientos insurrecciónales del Tercer Mundo, con la mediación de traficantes, hombres de negocios y agentes de servicios secretos que obtienen ingentes beneficios de esa actividad. Hoy, a pesar del objetivo proclamado por la legislación penal de dirigir sus golpes preferentemente contra los grandes traficantes, de hecho, la situación de ilegalidad ha hecho aumentar enormemente la tasa de beneficio y, en consecuencia, ha hecho posible la creación de estructuras de poder inmenso, inextricablemente unidas a las redes financieras y económicas "legales", y capaces de intervenir decisivamente en las grandes opciones políticas y económicas de los estados, incapaces de intervenir decisivamente contra esa estructura.