La crisis financiera de 2008 y la aún no terminada pandemia covid comenzada en 2020 están llevando la precariedad y el paro a niveles nunca vistos en el mundo occidental. Una regresión económica y social que, además de socavar el nivel de vida de la clase trabajadora y la clase media, también socava los cimientos del ‘Estado de Bienestar’. Ese modelo keynesiano de economía mixta que, con el señuelo de mejorar las condiciones de vida de la población y crear una potente clase media en todos los países, tan útil fue a los gobiernos -como fieles servidores del Capital- para domesticar a los pueblos después de la II Guerra Mundial.

Pues bien, el hecho es que, por una de esas ilógicas -aunque demasiado frecuentes- paradojas de la historia, la frustración por la baja en su nivel de vida -como consecuencia de las políticas de austeridad y recortes aplicadas por los gobiernos de derecha como por los que se prendían ser socialdemócratas- está llevando a amplios sectores de la clase trabajadora y la clase media a adherir a las tesis nacionalistas -de mano dura con la inmigración y de oposición a la globalización- de la extrema derecha. Ese nuevo populismo nacionalista antielitista que tan buenas migas hace hoy con el autócrata que ha iniciado en Ucrania un enfrentamiento bélico que puede acabar en una apocalíptica guerra mundial nuclear.

¿Cómo no inquietarse pues por tan ilógica paradoja y no denunciar las ideologías nacionalistas que la hacen posible en estos momentos tan cruciales para el devenir de la humanidad? ¡Cuándo tan necesaria es la solidaridad global para evitar el riesgo existencial que las crisis climática medio ambiental y sanitaria viral hacen correr a toda la especie humana!

 Autodeterminación y anarquía: deseos y realidades

Reconocemos la existencia de un extraño e ilógico “despiste” en los medios libertarios sobre la posición a adoptar hoy frente a los retos nacionalistas, y que tal “despiste” contribuye a fragilizar “la situación actual del anarquismo”. Y de ahí que considere -por muchas que sean las razones que lo expliquen y más allá de la frustración que lo genere y de la indignación que pueda suscitar- un error ignorarlo o subestimarlo, y una irresponsabilidad no combatirlo. No solo por ser contradictorio -por principio- con lo que nos define sino también por sus nefastas consecuencias para la credibilidad del anarquismo y de su actuación en el mundo de hoy.

Además de la necesidad de encarar el nacionalismo como lo decían hace poco unas compañeras en la red- con valentía, honestidad y fraternal tolerancia” con la discrepancia; pero también con total franqueza y sin anteojeras ideológicas ni sigzagueos políticos. No solo por ser tan retrógrada y desmovilizadora la realidad social y política hoy en España y en el mundo, sino también por enfrentarnos a un Sistema que se ha demostrado muy eficiente para mantener a las masas ilusionadas con “perspectivas” de “cambio” a través del voto y las instituciones. Esa perniciosa ilusión que, junto a una amnesia histórica conscientemente estimulada, ha permitido y permite aún al sistema capitalista consolidar y perpetuar -tanto al nivel local como mundial- su hegemonía económica y política.

Pues, nos guste o no, el hecho es que, pese a todas las euforias activistas de estas últimas décadas, las lecciones de los fracasos de la socialdemocracia y del comunismo soviético no se aplican a la realidad cotidiana. Y ello a pesar de ser conscientes del inmenso descarrío de esas propuestas, que despertaron tantas esperanzas tras la derrota del fascismo y la reactivación a mediados del siglo XX de un poderoso movimiento por la “autodeterminación de los pueblos”. Esa prometedora aspiración, que muy pronto se volvió una falacia al quedar bajo la tutelada de las Grandes Potencias, y que no ha cesado de parir por el mundo grotescas caricaturas de naciones “independizadas” y sangrientas monstruosidades de Jefes de Estado independientes”.

Lo más grave de esta trágica y desalentadora realidad histórica no es tanto la amnesia existente en torno a esos catastróficos y repetidos fracasos y descarríos, sino que se les busque justificantes y se persista en considerarlos aún alternativas válidas. Pues con ello se alienta la recaída en el oportunismo, la demagogia y el autoritarismo en el quehacer político de los pueblos, y se mantiene, en su imaginario social, el delirio ontológico del “votar es vivir” y la falaz quimera del “cambio” a través de las instituciones. Esos señuelos que, con el del acceso al consumo, funcionan hoy tan eficazmente para que los pueblos acepten resignados la sumisión al sistema de dominación y explotación vigente.

Una sumisión -camuflada detrás del “espíritu de competición” presentado por el capitalismo como principio motor y finalidad última de la convivencia humana- de más en más evidente y resignada, pese al paulatino desmontaje del “Estado de Bienestar” y sus trágicas consecuencias que están hoy a la vista para todos. Un desmontaje justificado cínicamente por la “sobrecarga” de prestaciones y un entorno adverso de disminución de ingresos; pero cuyo objetivo real es permitir a la nueva economía avanzar sin freno por el lado de la desregulación salvaje del marco laboral, con el fin de crear un modelo de organización que fuerza al trabajador a aceptar el trabajo mutante y deslocalizado, o a resignarse al empleo precario y con una protección social mínima, inadecuada y de más en más caótica, dada la drástica reducción de efectivos en los sistemas públicos de salud.

En tales condiciones, y aunque no aceptemos la idea del “fin de la historia” y con ella la del “fin de la esperanza”, que los devotos del capitalismo nos quisieron imponer, ¿cómo negar que hemos pasado, de un mundo en el que era aún posible soñar con grandes utopías emancipadoras, a uno en el que toda posibilidad de utopía queda circunscrita al espacio simbólico, político, cultural y económico del capitalismo? Y no solo por la actitud agresiva, intransigente, conquistadora e inmoral del Capital y del Estado, sino también -debemos reconocerlo- por el conformismo de la clase trabajadora seducida por el “confort” del consumismo.

Imposible de negar tal realidad y de no ver a donde nos está conduciendo; pues lo peor no es esa extraña paradoja de la renuncia de las clases populares a las utopías revolucionarias de antaño, a pesar de la creciente precarización de su vida cotidiana, sino el hecho -más inquietante aún- de dejarse seducir de nuevo por los populismos nacionalistas.

¿Cómo podríamos ser tan ciegos de no ver como el mundo de hoy se está convirtiendo de nuevo en un caldo de cultivo para el surgimiento y desarrollo de los “populismos” nacionalistas, y que, con ellos, el fascismo vuelve a ser una peligrosa amenaza para los pueblos? ¿Cómo no verlo y no ver también sus causas? Y ello pese a ser tan evidente la responsabilidad de las élites gobernantes. No solo las de la derecha sino también las de la izquierda, y tanto las viejas como las nuevas. Pues todas se han sometido a los dictados de las finanzas y los mercados y han manifestado el mismo desprecio por sus pueblos. Conduciéndolos a una situación de abandono y desesperanza tal que no es de extrañar sean de nuevo presas fáciles para nuevos mesías e ideologías excluyentes.

¿Cómo es posible no ver la gravedad de la situación y, con un mínimo de conciencia y dignidad, ser indiferente y justificarlo con el cínico “todo da igual” o “el nada tiene arreglo”? Sobre todo ahora, cuando la amenaza del fascismo vuelve a precisarse en media Europa, EEUU y otros países del mundo, recordándonos que no son tiempos para las medias tintas y aún menos para los discursos retóricos. Que más que nunca es necesario tener bien presente la responsabilidad de quiénes han alimentado el resurgir del fascismo, con sus políticas y movimientos induciendo al racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el totalitarismo y la violencia. Y no olvidar que lo han hecho para impedir que los pueblos luchen por sus legítimos derechos, para acabar con los privilegios de las élites y expandir, hacia todos los espacios de la sociedad, la democracia real, la autogestión y la igualdad.

 La historia vuelve a desarrollarse peligrosamente ante nuestros ojos, convocándonos a afrontar decididamente el dilema que la mueve desde que la sociedad quedó dividida en clases: o ponemos fin al poder de los que mandan y nos explotan, para construir algo nuevo en clave de justicia social y libertad real, o serán ellos los que volverán a imponer movimientos xenófobos y racistas para continuar manteniendo los intereses y privilegios del Capitalismo.

Es por ello que, si queremos abordar seriamente “la situación actual del anarquismo y de despiste ante los nacionalismoses pertinente iniciar el análisis del fenómeno nacionalista indagando sobre los significados de los términos y conceptos al uso y abuso en el discurso que lo sostiene; pues es bien sabido que el caos semántico es una de las mayores dificultades para entender el discurso político.

Aproximación a los términos y conceptos

Como sabemos, todas las palabras tienen su propio significado; pero el hecho es que, más allá del que les atribuye literalmente el diccionario, las palabras pueden tener muchos significados, y, en ciertas ocasiones, este significado puede ser entendido de diferentes maneras, ya sea por incorporar un componente subjetivo o una connotación que no recoge el diccionario. Y esto depende de la sicología o del posicionamiento político de cada persona o del grupo al que ésta pertenece. La intencionalidad y el contexto en el que se utilizan tienen mucho que ver en esta plurisignificación de las palabras, dado que el lenguaje es un medio de comunicación que matiza las palabras en función de los intereses y prejuicios subjetivos del que las emplea. Y de ahí la frecuente dificultad de saber lo que verdaderamente dicen los discursos políticos a través de palabras claves como identidad, pueblo, comunidad, clase, sociedad, nación, estado, patria, lengua, territorio, religión, república, ciudadano, sufragio, revolución, independencia, autonomía, soberanía, libertad, igualdad, etc.

De ahí que el lenguaje, a pesar de no ser ni de izquierda ni de derecha y de permitir desarrollar pensamientos y reflexiones distintas, también sea un instrumento del Poder para condicionar nuestra percepción del mundo a través de palabras y conceptos filosóficos o socio-políticos de corte netamente autoritario. No olvidemos, con Orwel, que el control del lenguaje es el patrimonio del Estado (democrático o totalitario) para tener acceso al logos del pueblo y así poder imponerle su mando.

Esa es pues la razón de que casi todas esas palabras mencionadas no expresen los mismos pensamientos ni provoquen las mismas reflexiones y reacciones según del lado del Poder -realmente existente- en el que se sitúen los que las pronuncian o las escriben.

Es de suponer pues que el caos político actual tenga que ver con esta descomposición del lenguaje y que por ello las palabras ya no tienen sentido alguno, al poder significar una cosa y su contraria. Así, por ejemplo, es obvio que la connotación social de los vocablos libertad e igualdad no es la misma para un patrón que para un trabajador, etc. etc. Como también es una obviedad el interés del Sistema en asegurarse la continuidad de esa perversa ambivalencia semántica.

¿Cómo no tomar en cuenta pues la perversidad moral de tal desvío semántico intencional? No solo por haber vaciado las palabras de su sentido sino también por ser utilizadas -à diestro y siniestro- como simples eslóganes ideológicos desprovistos de toda referencia a la realidad. Y, ante tan nocivo descarrío, ¿cómo no esforzarse por restituir a las palabras su sentido exacto, a partir de su origen etimológico, y utilizarlas solo para expresar tal sentido y no otro?

Una tal clarificación es pues necesaria y aún más si queremos abordar con objetividad el tema de la autodeterminación y la anarquía. Aunque solo sea para los términos o conceptos que han tenido más actualidad y peso ideológico en los enfrentamientos políticos de estos últimos tiempos por estos lares…

 Las “identidades” nacionales

En concordancia con la apuesta de restituir a las palabras su sentido exacto a partir de la etimología de cada una de ellas, recordemos que el término identidad viene del latín identitas y este de idem, que indica lo mismo, y del sufijo abstracto “idad”, que indica cualidad. O sea que, desde el punto de vista etimológico, esta palabra nos habla de la o las mismas cualidades o características de una cosa o persona,. Características o cualidades que la hacen ser única y, al mismo tiempo, diferente de las otras cosas o personas. Pero también puede indicar el reagrupamiento de varias de esas cosas o personas, bajo un mismo concepto o idea, cuando va acompañada de un adjetivo, como por ejemplo en la expresión “identidad nacional”, que es de uso muy frecuentemente en el discurso político y particularmente en el discurso nacionalista e independentista.

Quedándonos pues en el terreno de la retórica nacionalista e independentista, el problema es que, más allá de la etimología y del carácter polisémico del termino identidad, el concepto nación, como el de pueblo, evoca siempre la existencia de una comunidad homogénea de individuos, y que, salvo para los nacionalistas, una tal homogeneidad es muy cuestionada y cuestionable. De ahí la necesidad de aproximarnos a esta cuestión, “identidad nacional”, con el máximo de rigor y de claridad, para destruir los tópicos y proponer un acercamiento, a la complejidad de las cosas y a los hechos, al margen de prejuicios. No solo porque las palabras configuran la realidad y la sociedad se instituye primero en el imaginario, sino también porque los poderosos se sirven de ellas para manipular las mentes y arrodillarnos ante una identidad, absoluta e incuestionable.

Así pues nos resistimos a aceptar la pretensión de los nacionalismos de convertir el “pueblo indefinido e inmanejable en una idea (los pueblos) manejable y sumisa al Poder”, estamos obligados a reconocer que el término identidad induce -en todas las narrativas nacionalistas- a la afirmación de un “nosotros”, diferente de los “demás”, de carácter excluyente, que lleva a considerar las diferencias desde la supremacía y la superioridad. A partir solo de consideraciones ideológicas, políticas o económicas y de relatos históricos que no se sustentan en la historia (de investigación) y solo en mitos y leyendas. Unas “diferencias”, que a parte la justificación simbólica, no toman para nada en cuenta las explicaciones biológicas y fisiológicas -del cuerpo humano- ni el conocimiento actual de la antropología para definir, de forma invariable, una identidad etnocultural estática y terminada para siempre. Que se quedan en la sobrevaloración o la desvaloración absoluta, pese a que no hay naturaleza biológica capaz de transmitir aptitudes y comportamientos que justifiquen tales diferencias identitarias.

Concretamente, que la afirmación de la identidad nacional es un principio “reaccionario” en relación al de universalismo, por basarse en un principio de diferencia y, a menudo, de exclusión, para todos aquellos que, desde el punto de vista del suelo o de la sangre, no forman parte de él. Y esto es así para todas las “identidades” nacionales que están en confrontación actualmente por el mundo generando egos patrióticos paranoicos y fanáticos…

 Los Estados-Nación

En la retórica de los nacionalismos, la palabra “nación” le sigue en importancia a la de “identidad” y también su significado y uso ha variado con el paso del tiempo. Según el diccionario etimológico, la palabra nación viene del latín «natio», derivado de «nasci» que significa «nacer». Y a continuación agrega que “primero se aplicaba al lugar de nacimiento y después a una comunidad de personas de la misma raza, lengua, instituciones y cultura que formaban un único pueblo y se consideraban remotamente emparentadas, de un origen o nacimiento común.” También se nos dice que Cicerón utilizaba este término para designar una “horda”, “tribu” o “poblado”, un “pueblo” o una “parte del pueblo”. Y en tiempos más recientes, el término nación se vuelve -con la Revolución de 1789- una entidad política y jurídica “constituida por el conjunto de los individuos que componen el Estado”.

La noción moderna de nación emerge pues en el sigo XVIII y acaba significando –según los diccionarios que se consulten- más o menos esto: “una comunidad política establecida en un territorio definido y funcionando bajo la autoridad soberana de un Estado”.

Osea que actualmente al hablar de Nación hablamos también de Estado, y de ahí que los dos términos sean hoy prácticamente inseparables. Al punto de que la expresión “Estado-Nación” se haya vuelto un concepto fundamental en el discurso político actual, particularmente en el nacionalista; pero también tan polisémico como el de identidad. Tanto por la multiplicidad de interpretaciones, sobre las funciones y potestades atribuidas al Estado, como por las muchas razones de su rechazo vividas en el curso de la historia, que nos obligan a no olvidar que este concepto –pese a sus múltiples matices- integra también la pretensión de convertir el “pueblo indefinido e inmanejable en una idea (los pueblos) manejable y sumisa al Poder”.

Así pues, una aproximación objetiva a este concepto obliga a reconocer que no solo ha tenido un desarrollo histórico muy complejo, ambiguo y controvertido, sino que no se le puede desligar del desarrollo capitalista y de la formación del Estado burgués, al favorecer los proceso de acumulación del Capital que le permitieron a la burguesía instituirse como clase dominante..

Reconocer y no olvidar que el Estado-nación, además de contribuir decidida y conscientemente al auge del capitalismo, generó rápidamente instituciones fundamentales para el ejercicio del poder estatal y el desarrollo del poder económico “de clase”. Y, por consiguiente, que ha quedado definitivamente vinculado a las guerras de conquista colonial y a todas las que han seguido hasta el día de hoy. Además de haber provocado y seguir provocando la proliferación de fronteras, cada vez más crueles, y de banderas e himnos, casi todos xenófobos o racistas, que absolutizan la autoridad del Estado e impiden –por su carácter mistificador y bélico- que los pueblos puedan unirse fraternalmente al resto del mundo.

 Los nacionalismos

Es necesario recordar todo lo anterior, sobre los conceptos de identidad y de Estado-nación, para facilitar la comprensión del papel desempeñado por los nacionalismos en el curso de la historia y también por estar ahora de nuevo en boga las llamadas “soluciones nacionales”. Tanto las que pretenden proteger los sentimientos identitarios como aquellas que pretenden preservar la unidad de la Nación. Y no solo desde visiones nacionalistas excluyentes del otro sino también desde visiones nacionalistas inclusivas y, además, de izquierda e inclusive republicanas. Olvidando éstas visiones que la izquierda era internacionalista y que han habido y hay repúblicas de todos los colores políticos: desde las más o menos fascistas hasta las más o menos “democráticas”, aunque todas neoliberales en lo económico. Así pues, al hablar de los nacionalismos, ¿cómo no tomar en cuenta una realidad tan compleja y tan controvertida? Y más ahora, cuando las “cuestiones nacionales” y los nacionalismos vuelven a ocupar la centralidad política y constituyen la principal motivación del quehacer político de las mayorías. Una motivación que deja en segundo plano las preocupaciones sociales y medioambientales, pese a ser éstas cuestiones las que más problematizan nuestro porvenir y el de la humanidad entera. ¿Cómo no inquietarse pues de ello y no desvelar la realidad ideológica de los nacionalismos y de su praxis histórica?

Comencemos pues por recordar que los nacionalismos aparecen en la historia al constituirse las “naciones” como “Estados-nación”, al final del siglo XVIII, en base al principio de un Estado para cada pueblo. De ahí que los nacionalismos sean ideologías políticas cuyo objetivo es defender tal principio a partir de la idea de que una nación es una comunidad con un origen, religión, lengua e intereses comunes. No es de extrañar pues que los nacionalismos hayan estado y estén ligados a los intereses de la clase dominante en la comunidad e interesada en constituir un Estado para consolidar y legitimar tal dominación. Y que por ello, en los siglos XVIII y XIX, la burguesía era -en su lucha contra el legitimismo dinástico- nacionalista y los trabajadores eran internacionalistas al comenzar la revolución industrial y generalizarse la lucha de clases. Como tampoco es de sorprender que, a finales del siglo XIX y principios del XX, habiendo consolidado la burguesía su hegemonía en la totalidad de los Estados-nación constituidos, comenzaran a producirse graves conflictos entre naciones para dejar en segundo plano la lucha de clases en su seno. Por ello las guerras mundiales empezaron por disputas nacionalistas y la explotación del sentimiento patriótico para movilizar a los trabajadores de las naciones en disputa y hacerles enfrentarse y exterminarse por intereses que no eran los de su clase.

Sin entrar pues en las causas de la corrupción ideológico-conceptual del nacionalismo a lo largo de la historia, ¿cómo olvidar que ha servido siempre a los más contradictorios, irreductibles y antagónicos menesteres? Y, sobre todo, ¿cómo olvidarse de los monstruos engendrados por tal ideología política (en su versión burguesa o “proletaria”) y los horrores y barbaries que ellos produjeron en la primera mitad del siglo XX? Pues, a pesar del carácter contradictorio y complejo de la praxis histórica del nacionalismo, lo cierto es que se puede hallar dentro de ella un hilo conductor que explica tales contradicciones.

Ese hilo conductor es la conexión entre nacionalismo y burguesía, por una parte, y por otra, entre nacionalismo y patria. Tanto por estar conectado el nacionalismo con la evolución y el destino histórico de la propia burguesía como por estarlo también con el “patriotismo”. Esa emoción-sentimiento “nacional” que existió antes de que las naciones existieran y que es el resultado evolutivo de esa emoción-sentimiento ancestral de pertenencia al grupo, que los antropólogos llaman “emoción tribal” para indicar su antigüedad evolutiva. Una emoción-sentimiento que ha perdurado en la especie humana desde las épocas del totemismo y ha fomentado la cohesión social y la solidaridad grupal. Y de ahí que, como es el caso de todas las emociones profundas, se haya mantenido también -en el curso de la evolución social humana y en todas las culturas- por su utilidad social… pese a las mayor o menor desigualdad existente en la sociedad de clases impuesta por la burguesía. Pues esa y no otra es la explicación de la existencia del llamado “nacionalismo proletario”, presentado como un nacionalismo de clase; pero que en verdad es una nacionalismo del ocultamiento y de los mitos. No solo porque en ningún caso ha sido capaz de hacer realidad la utopía humanitaria, igualitaria y libertaria de la Revolución francesa, frente a la realidad de la práctica social burguesa, llena de desigualdades y conflictos de clase, sino también por utilizar, como elemento aglutinador de un pueblo, los sentimientos telúricos que vinculan al hombre a la tierra donde nace y muere. Además de estar centrado en el control del Estado y en la unificación estatal de la cultura, lengua y símbolos patrios a través de una construcción mítica de la nación y la armonía entre clases, lo que permite ocultar los problemas reales de una sociedad cada vez más dividida y acosada por sus propios conflictos internos..

El “derecho a decidir” y la “autodeterminación” hoy

Se repite muchas veces que el “derecho a decidir” es un eufemismo por no existir tal derecho ni en el plano jurídico nacional ni en el internacional; sin embargo, desde la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, la libertad es uno de los derechos inherentes a la persona humana, y, en consecuencia, también lo es el “derecho a decidir”, aunque no figure nominalmente en dicha Declaración. En cambio, el que sí tiene valor y vigencia jurídicas es el derecho de “libre determinación de los pueblos”, más conocido como “derecho de autodeterminación”. Y ello desde 26 de junio de 1946, cuando entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas, que en su primer artículo reconoce el principio de libre determinación de los pueblos”, junto al de la “igualdad de los derechos”, como base del orden internacional instaurado por las Grandes Potencias al terminar la Segunda Guerra Mundial.

Ahora bien, es obvio que, más allá de los aspectos jurídicos y formales y desde una perspectiva filosófico-política, el “derecho a decidir” sería el pleno ejercicio del principio de libertad reconocido en esas Declaraciones y en muchas Constituciones. Por lo menos desde el 10 de diciembre de 1948, por ser uno de los principios fundamentales de la Declaración universal de los derechos humanos, adoptada en esa fecha por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, en la que el principio de libertad figura en seis de sus treinta principios sociales, individuales, económicos, culturales y civiles, y cuyo primer artículo declara que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales”.

Claro que una cosa es su literalidad y otra muy distinta su materialización cotidiana; puesto que la realidad política y social del mundo nos obliga a reconocer el carácter ficticio y puramente nominal de tal principio, al quedar reducido, desde entonces, el ejercicio de la libertad a dominios muy limitados y delimitados. Y no solo en las naciones con regímenes más o menos dictatoriales sino también en aquellas con regímenes “democráticos” que pretenden respetar escrupulosamente el ejercicio de los derechos humanos. Y ello porque el ejercicio del derecho a la libertad ya queda restringido, en la propia Declaración, a los dominios de circulación y residencia”, “de pensamiento, conciencia y religión”, “de opinión y de expresión” y “de reunión y asociación”.

Ante tal realidad, ¿cómo no ver el carácter puramente teórico y demagógico del principio de libertad afirmado en Declaraciones y Constituciones, y por consiguiente también del llamado “derecho a decidir”?

En cuanto a la realidad de la aplicación del “derecho de autodeterminación” es necesario concluir lo mismo. Para ello basta con ver lo que fue la praxis de este derecho en los tiempos de las primeras Independencias en el continente americano y a lo que quedó reducido después en la vida cotidiana de esas naciones. Pues ya en la propia Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 -en la que se proclama la igualdad natural de los hombres, el derecho a la soberanía y la autodeterminación de los pueblos y los individuos- se omitió la puesta en causa de la esclavitud, en vigor en ese país, al tener que ceder Jefferson ante los que estaban “determinados a guardar abierto un mercado donde los hombres pueden ser comprados o vendidos”. Esa ominosa forma de explotación que duró hasta 1885, cuando la victoria de la Unión permitió extender a todo el territorio de los Estados Unidos la abolición de la esclavitud proclamada por Abraham Lincoln en 1963. Aunque eso no impidió que continuara la segregación racial en ese país.

Y si nos referimos a la praxis del derecho de “autodeterminación de los pueblos” desde que éste quedó inscrito en la Carta de las Naciones Unidas en 1946 y se convirtió en el leitmotiv del discurso de los movimientos que luchaban para poner fin al colonialismo en el mundo, nos vemos obligados también a reconocer la ficción de su validez. Pues éste se interpreta como el derecho de un “pueblo” a liberarse de la potencia colonial para “decidir sus propias formas de gobierno, perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y estructurarse libremente, sin injerencias externas y de acuerdo con el principio de igualdad”. O sea, para constituirse en “Estado-nación”; pero en ningún caso para que los ciudadanos de esos nuevos Estados “independizados” sean verdaderamente libres e independientes para decidir por sí mismos. No solo por haberse constituido como Estados interclasistas, con una clase dominante y otra dominada, sino también por mantener vigente el sistema capitalista. Lo que dio como resultado que el poder de decisión quedará en manos de la clase dominante (la vieja burguesía o una nueva que la reemplazaba) y la clase dominada (la población trabajadora) relegada a ser únicamente fuerza de trabajo y tan intensivamente explotada y dominada como antes. Con el agravante de que el Poder, en algunos de esos nuevos Estados, quedó en manos de verdaderos sátrapas, y que, a final de cuentas, todas esas naciones quedaron bajo la tutela del nuevo colonialismo económico impuesto por el Capital globalizado.

Así pues, ¿cómo no diferenciar entre las palabras y la realidad de la praxis que éstas pueden esconder o esconden? Y ¿cómo no decir, con Rosa Luxemburgo, que el tan sonado derecho de autodeterminación de las naciones no es más que hueca fraseología pequeñoburguesa y una farsa? Pues, hiendo al fondo de la cuestión, vemos efectivamente como, “en medio de la cruda realidad de la sociedad de clases y cuando los antagonismos se agudizan al máximo, el carácter utópico y pequeñoburgués de este eslogan nacionalista se convierte en un mero instrumento para el gobierno de la clase burguesa” y “la libertad nacional queda totalmente subordinada a la del dominio de clase“

Hoy, como ayer, en todos los Estados-nación las cadenas son para los trabajadores y por eso los anarquistas seguimos privilegiando la cuestión social a la nacional. Aunque eso no quiere decir que no aportemos nuestra solidaridad a cuantos se rebelan contra la opresión económica, religiosa, cultural, estatal, nacional o de género. Pero eso no nos impide ni nos impedirá advertir, como lo hacía Rocker, que “el aparato del Estado nacional y la idea abstracta de nación han crecido en el mismo tronco“ y que oponer unos pueblos a otros solo fortalece la opresión política y social de los Estados y el Capital.

 Las alternativas emancipadoras

Dadas las actuales condiciones políticas, sociales y culturales de las sociedades humanas, en las que el sistema de explotación y dominación capitalista es hoy en día hegemónico, resulta muy difícil de ver perspectivas reales emancipadoras a través de las alternativas tradicionales a ese sistema. No solo por la propia capacidad del capitalismo para mantenerse, renovarse y perpetuarse, sino también por la injustificable incapacidad de las fuerzas políticas y movimientos sociales -que han pretendido combatirlo- de unirse para constituir un frente común y proponer una verdadera y realista alternativa anticapitalista.

Es obvio que, para superar esa dificultad, debemos comenzar por asumir la importancia de esa incapacidad y la necesidad de denunciar sus causas; pues no solo se podrá evidenciar así su papel confusionista y divisor, sino también evitar que ellas sigan impidiendo en el futuro esa unidad de acción anticapitalista, tan primordial para abrir verdaderas perspectivas emancipadoras en el mundo actual. De ahí pues la necesidad y urgencia de hablar claramente para deslindar responsabilidades, comenzando los anarquistas por asumir las nuestras. Pues, aunque solo sea por nuestra “insignificancia” numérica, está claro que debemos asumir la responsabilidad de no poder contribuir masivamente a esa unidad y a esa acción conjunta de todas las fuerzas que se reclaman del anticapitalismo… Y, en consecuencia, la obligación de no erigirnos en donadores de lecciones.

No obstante, si nuestra responsabilidad es solo por lo reducido de nuestras fuerzas, sí que podemos afirmar que la de los movimientos nacionalistas es, en cambio, mayor y mucho más grave. Y no solo por movilizar masas enormes de ciudadanos sino también por su contribución –como ha quedado probado más arriba- en la expansión y fortalecimiento del capitalismo y en el mantenimiento de la sociedad de clases en todo el mundo. Como también lo es la de las ideologías reformistas o revolucionarias que pretendían crear un “mundo nuevo” a través de la conquista del Poder y tras instaurar la “social-democracia” o la “dictadura del proletariado”. Esos instrumentos “transformadores” del socialismo de Estado que, además de no crear ningún “mundo nuevo”, contribuyeron a la extensión y consolidación del capitalismo. Y no solo por probarlo la experiencia histórica sino también por concluirlo una reflexión objetiva sobre las bases teóricas de tales propuestas. Pues tanto la experiencia histórica como la reflexión teórica ponen en evidencia el carácter absolutamente utópico o falaz de pretender llegar a la libertad a través de la autoridad. Una evidencia, cada vez más obvia y reconocida hasta en el seno de los propios medios políticos y sociales marxistas, que les obliga a cuestionar el rol del Poder y a integrar, en su búsqueda de nuevas propuestas emancipadoras, la preocupación por la gravedad del deterioro medioambiental en el mundo.

Claro que esto no es suficiente aún para superar los antagonismos ideológicos que impidieron la posibilidad de llegar en el pasado a ese frente común de acción o que frustraron las tentativas intentadas; pero sería una grave inconciencia no reconocer esta coincidencia tan prometedora y las posibilidades de encuentro que ella abre: tanto para reflexionar en común con los anarquistas en las búsqueda de alternativas al capitalismo como para evitar el futuro ecocida al que éste nos lleva.

En todo caso, lo que si está fuera de toda duda es la necesidad y urgencia de no persistir en las alternativas que han fracasado, y de hacer todo lo posible por encontrar nuevas a partir de las enseñanzas del pasado. Esas enseñanzas que han dejado bien probado el valor de la autonomía y la acción directa para combatir el Poder instituido y de la autogestión para organizar la gestión de la convivencia humana en base a los principios de libertad, igualdad y solidaridad.

Con frecuencia me he preguntado por qué las ideas anarquistas, que nos parecen tan claras y que tanto satisfacen a los que las abrazamos, no son, sin embargo, aceptadas sino por pocas personas aun allí donde una propaganda de largos años ha encontrado pocos obstáculos.

¿Cuál es, en efecto, la esencia del anarquismo? En todo organismo observamos tres tendencias: la de apropiarse y asimilarse todas las materias posibles circundantes más útiles para su bienestar material; la de extender su propia esfera de acción por medio de una expansión que venza cuanto le es posible todos los obstáculos, y la de diferenciarse, de crearse una individualidad en relación con la herencia, el medio, etc. En la humanidad están representadas por el bienestar material, el amor a la libertad y el desarrollo del individuo que se destaca poco a poco de la masa más homogénea, más gregaria, de los tiempos pasados. En fin de esta evolución es evidentemente un estado de cosas en el cual la mayor liberad y el mayor bienestar sean accesibles a cada individuo, en la forma que mejor corresponda a su individualidad y le permita acercarse a la mayor perfección posible, y esto es la anarquía.

La anarquía es, pues, el estado de mayor felicidad posible para cada individuo. Es evidente que esta verdadera anarquía no se establecerá sobre la base de un sistema económico y social único, sino que habrá tantas maneras de arreglarse como individuos. Es necesario aún tener en cuenta que durante el largo período de tiempo que exigirá la conversión a la anarquía de los más recalcitrantes, los primeros anarquistas no se detendrán, sino que continuarán adelante. No habrá, pues, en el provenir, un estado de desarrollo económico, moral, etc., igual para todos, dado que esta igualdad no existe tampoco actualmente y no ha existido jamás.

No puede existir por la simple razón de que los hombres son diferentes entre sí, y son, exceptuando aquellos que la cruel opresión del pasado y del presente aniquila casi enteramente su desarrollo, en camino de diferenciarse cada vez más. Todos desean el bienestar y la libertad, pero cada uno en grado diferente y en proporción también diferente. Si ciertas causas, como: la posición social común, la persuasión, la propaganda, la sugestión, y el entusiasmo de los grandes momentos disminuyen estas diferencias, otras como la herencia, el medio, la edad, y tantos accidentes de la vida diaria hacen un efecto contrario, y es una ilusión funesta la de creer que basta remover las masas, como hacen nuestros gobernantes, que si lo consiguen es debido aún a que hacen vibrar la cuerda de todos los prejuicios, de todas las maldades durante siglos. En nosotros mismos, a menudo, vibra un débil eco, a pesar de que no contamos más que con que lo que es noble y generoso.

Cada uno de nosotros contribuye en el éxito de nuestras ideas de un modo diferente, según la proporción del deseo de libertad y de bienestar material latente en cada uno. Hay quien está impulsado por su amor a la libertad, a los mayores sacrificios, y otros viven tranquilamente y no son capaces de ningún esfuerzo extraordinario sino en los momentos de entusiasmo general. La propaganda, la lucha contra la autoridad, requieren un temperamento combativo que no lo posee todo el mundo, y muchas personas, que no se hallan dispuestas a manifestarse sino por actos de menor brillo, nada hacen porque no se les presenta ocasión de hacer algo. Debería crearse un campo de acción para éstos.

Tocante a las masas obreras en general, piensan ante todo en mejorar su posición material y relegan la libertad a segundo plano. Esto es el efecto de la edad comercial y de la secular opresión estatista. Temo que el deseo de las masas obreras no es más, sobre todo, que un deseo de desquite contra la sociedad capitalista y que tal vez querrán ser los amos a su vez para perpetuar el dominio de una clase y la autoridad de un nuevo Estado obrero, de igual modo que los burgueses de la Revolución, cuando hubieron derrocado el feudalismo, no quisieron saber ya nada más de la libertad y no se preocuparon sino del dominio exclusivo de su clase.

¿Y qué podrán los anarquistas contra esta acción de las masas enormes que escapan al control de los que ni quieren dirigirlas ni dominarlas, sino ver cómo marchan por sí mismas por el camino de la libertad? Los anarquistas no podrán hacer más que continuar la obra de nuestros días, la de despertar las fuerzas latentes que tienden hacia la libertad, y luchar, entonces y siempre, contra la autoridad.

Estas verdaderas tendencias de las masas han atraído ya la descomposición del socialismo, que ha visto que es imposible agruparlas para otro fin que no sean las luchas electorales pacíficas o las organizaciones sindicales, que no hacen más que alejarse de todo socialismo real. Por otra parte, el Estado, por desacreditado que esté, tiende a conquistar nuevamente la confianza de las masas por medio de toda clase de leyes obreras, retiros para la vejez, protección contra los trabajadores extranjeros, etcétera.

¿Por qué las huelgas más entusiastas terminan siempre por la calma y el retorno al trabajo pacífico? Es porque las masas no quieren, en realidad, ir más lejos, y que las pocas personas que lo quisieran son impotentes.

La iniciativa de las minorías, la acción de los militares tienen sus límites. Una nueva idea, un nuevo experimento nace allí donde lo permiten ciertas circunstancias favorables; en este sentido, todo progreso se debe naturalmente a las minorías, y antes que a ellas a individuos aislados. Pero imponer esta nueva idea a la mayoría por medio de la fuerza es un acto de autoridad, idéntico a la opresión que ejerce la minoría sobre las minorías. He aquí un punto que ante todo interesa a los anarquistas; porque si una minoría tiránica tiene mil medios para imponer sus voluntades a una mayoría, nosotros, que queremos la libertad, ¿cómo vamos a darla a gentes que no se preocupan bastante de ella para tomársela?

Creo que estamos poco habituados a la especie de razonamiento que precede. Habitualmente no encaramos más que el camino revolucionario. Supongamos, pues, destruido el actual régimen capitalista. En el momento de la acción las minorías enérgicas son de gran importancia; supongamos, pues, que nos anarquistas han contribuido cuanto han podido en esta victoria, que el prestigio de la anarquía ha crecido enormemente, que en muchas partes se han olvidado los viejos prejuicios y que principia a vivirse anárquicamente. Es evidente que para esto no habrá jefes ni reglamentos únicos; que se obrará muy diferentemente en diferentes sitios. Unos rechazarán toda organización, otros la aceptarán en grados diferentes. Habrá grupos y municipios que ensayarán practicar la libertad a su modo, de manera más o menos diferente. Todo esto es excelente y es precisamente lo que hace falta, porque únicamente la experiencia enseñará poco a poco lo que mejor conviene, y así se irá de lo imperfecto a lo más perfecto. Pero entre tanto, todos estos organismos existirán unos al lado de otros, en paz, y los intentos de imponer tal o cual cosa que no sea por el ejemplo provocarán el desprecio general y despertarán el triste recuerdo de las persecuciones de antaño. Si, por consiguiente, en una sociedad nueva, todos quisieran practicar la anarquía, veríamos mil matices, desde el anarquismo más moderado hasta el más avanzado, sin que nadie tuviera nada que replicar.

Puede suceder muy bien que el capitalismo se venza en condiciones tales, que los obreros organizados, es decir, sus jefes, lleguen al poder; esto será, tal vez, la abolición del salariado, pero de ningún modo la libertad ni el socialismo; se formará una nueva burocracia que de administrativa pasará a ser directora y gobernante. Los anarquistas se verán, pues, tan mal vistos por este lado como lo son los políticos actuales de toda clase. Tendremos que luchar nuevamente contra esta sociedad sin explotación aparente, pero también sin libertad, y nadie puede decir si esta lucha será más fácil (todo el mundo, desembarazado de las preocupaciones económicas, encaminándose hacia la libertad) o más difícil (la indiferencia de los que se hayan hartado) que las luchas actuales. Es probable que ciertas localidades estarán más avanzadas que otras y que la anarquía se realizará en algunos sitios más fácilmente, porque la tierra y los instrumentos del trabajo serán más accesibles, sin que por esto dejen de surgir dificultades originadas por la existencia de una organización autoritaria que tendrá el deseo de acapararlo todo y negar el derecho de secesión.

Las condiciones en que se realice algún día, tal vez, la anarquía, serán, pues, en muchos sitios, más o menos diferentes, y es posible que se tenga que vivir entonces al lado de personas que no comprenderán nuestras ideas o que las interpretarán de modo muy incompleto. Me pregunto, por tanto, si no será conveniente tener en cuenta este futuro desde luego y obrar de modo que demos a la anarquía las mayores posibilidades posibles de ser practicada, experimentada y respetada en aquella sociedad futura.

Lo que hay que hacer, me parece, es habituarse a la idea de una coexistencia futura temporal, cada día menos sensible, pero de todos modos coexistencia de instituciones anarquistas y no anarquistas; en otros términos, a la idea de una mutua tolerancia. Así sucede para todo el mundo en nuestros días, exceptuados los que se sienten impulsados hacia la rebelión directa. De ningún modo pretendo aconsejar con lo dicho la sumisión al orden actual, tanto político como social. Al contrario, pienso que los anarquistas deben hacer constantemente caso omiso de las leyes que lesionan su libertad personal y procurar obtener el reconocimiento del derecho a obrar de este modo por parte de quienes, por motivos y razones particulares suyas del momento, creen o fingen creer en la necesidad de estas leyes para ellos mismos y los que les sigan.

La idea de que los anarquistas, reconociendo la necesidad de una coexistencia temporal con personas menos avanzadas y sus instituciones, y que, por consiguiente, pueden poner en práctica la mutua tolerancia, con todo esto y negarse a someter a las leyes por otros dictadas, aun dejando a estos otros la plena libertad de prosternarse ante ellas, esta idea parecerá al principio utópica e irrealizable, pero más pronto o más tarde, desde hoy o en un régimen obrero sin capitalismo, tendremos que aceptarla si se quiere realizar la anarquía de la única manera posible, es decir, comenzando por el principio. La independencia económica tan deseable para esta lucha puede adquirirse ora por la cooperación, ora por la caída del capitalismo, tomando posesión de la tierra y de los instrumentos de trabajo actuales. Pero la tolerancia, que, no obstante, es la más simple de todas las cosas, tendremos que saberla conquistar. Hay luchas que conducen a un aumento de odio mortal, a una intolerancia absoluta, y hay otras que, si no consiguen del todo el mutuo respeto, que es grado superior, acaban, por menos, en tolerantita mutua. Es necesario, pues, luchar de un modo tal, que sea la tolerancia y no la intolerancia lo que se encuentre en sus orígenes. Para mí esto es el fondo de la cuestión.

Lo que se pondría sobre el terreno antiestatista, los anarquistas lo practican ya sobre el terreno económico. Y esto, no ya desde que existe el sindicalismo, sino desde tiempo inmemorial. En todos tiempos han sido y son solidarios todos los obreros que se sienten explotados, aunque no tengan el deseo consciente de un completo cambio económico. Hay que establecer una solidaridad análoga entre todos los que con título diverso son adversarios del Estado sin que hayan deseado netamente el advenimiento del régimen anárquico, ni tengan las mismas concepciones económicas que nosotros, del propio modo que a los obreros sindicados contra el capital no se les pide que tengan unas mismas concepciones políticas. Hay aquí un verdadero campo de trabajo casi inexplorado y que está por roturar. El odio al Estado, el desprecio de las leyes y del personal que de ellas vive, la ardiente sed de libertad, esta inmensa indignación que se acumula en casi todos los hombres a cada paso cuando vemos que, a pesar de todas las instituciones sedicentes avanzados no disfrutamos ni de la menor libertad real, que a cada momento chocamos con las mil y mil triquiñuelas del Estatismo, de todo esto habría que crearse —y los sindicatos podrían hacerlo—, pero sobre bases más libres y más amplias, agrupaciones que reunieran a todos los que, sin ser anarquistas, comienzan a aproximarse a nosotros con su oposición a tal o cual forma particularmente odiosa de la influencia del Estado. Todos los métodos de la lucha sindicalista actual, y otros que aún pueden hallarse, se dedicarían a esta lucha contra el Estado, las leyes y la autoridad. De este modo resultará una corriente antiestatista que en el día de la victoria económica impedirá recaer en los errores de la autoridad y permitirá a la anarquía, si no una realización entera o parcial que tal vez sea aún imposible, por lo menos una experimentación más libre.

Si esto fuera un método completamente nuevo, no hablaría de él, puesto que es imposible crear algo que no esté ya en germen. Pero a cada instante vemos en la vida real que la mayor parte de las leyes quedan ignoradas. Por lo demás, si no lo fueran, la vida sería imposible. Las leyes más feroces son a veces pisoteadas, imposibilitadas por todo un pueblo; díganlo, si no, la historia de Irlanda, la de los abolicionistas enemigos de la esclavitud en América, la historia, en suma, de todos los movimientos políticos. Si se pudiera formar una estadística de las leyes obedecidas y de las desobedecidas, el absurdo de la legislación saltaría a la vista, puesto que la sociedad no puede desarrollarse sino pisoteando, barriendo a casa paso los obstáculos que tienen por nombre leyes y reglamentos.

Hasta existen ciertas débiles señales de que va a reconocerse este estado de cosas y obrar de conformidad. En Inglaterra hace unos cuantos años basta declarar que se tiene una «razón de conciencia» (consciencious objetion) contra la vacuna, por ejemplo, para eximirse de obedecer a la ley que la hace obligatoria, y recientemente se han reducido las formalidades que existían sobre el particular a una simple declaración. Es el resultado de las largas luchas contra esta ley especial; los adversarios de esta ley no han convencido a sus defensores hasta el punto de hacerla abolir para todos, pero han obtenido que se les deje tranquilos y que se dé a todo el mundo la posibilidad de imitarles con una simple declaración. Esto parecerá sin importancia, pero si sobre otros puntos se hubieran hecho esfuerzos semejantes se habría ya conquistado la abrogación de otras leyes, o por lo menos se estaría en camino de abolirlas. Dejemos a un lado los partidarios del todo o nada, y digamos que hasta el presente nadie ha querido tratar a fondo el principio de exención, basado sobre el derecho natural de secesión, de que cada uno obre según su modo de ver.

Porque, en fin, cesemos de dejarnos hipnotizar por el sindicalismo. La resistencia colectiva de los obreros contra el capital es una necesidad absoluta para ellos; esta lucha exige que sea hecha según las necesidades de la hora presente y nada tiene que ver con la lucha contra la sociedad actual entera que libra el socialismo anarquista. Con la desaparición del capitalismo, desaparecerá también necesariamente el sindicalismo, y surgen teorías sindicalistas según las cuales las primeras materias y los instrumentos del trabajo han de ser posesión de las corporaciones de oficios, esto sería un nuevo monopolio que estaría en contradicción con el socialismo más elemental, que enseña y dice que todo ha de ser de todos. El sindicalismo, excelente de momento, no tiene, pues, ningún provenir; es una dictadura militar que la guerra contra un enemigo igualmente concentrado puede de momento justificar desde el punto de vista estrictamente técnico, pero que nadie querrá su condición después de la batalla. Sabido es que está en la naturaleza de toda autoridad querer perpetuarse; un régimen sindicalista autoritario es, pues, tan posible como lo fue la dictadura de los dos Napoleones.

Me parece que de todo movimiento colectivo sale siempre un hábito de autoridad, y hoy más que nunca veo la necesidad de una amplia propaganda antiestatista, al propio tiempo que de una propaganda más profunda de las ideas completas de la anarquía. Aquí es muy de lamentar que la idea anarquista se haya desde el principio acoplado a hipótesis económicas que insensiblemente pasan al estado de doctrinas y teorías. Para probar la posibilidad práctica de la anarquía se armaron utopías económicas y la anarquía se dividió en escuelas comunista, colectivista, individualista, etc. Es muy triste, porque con una mano se corre el velo del porvenir haciéndonos ver la felicidad del disfrute de la mayor libertad y con otra mano se nos encadena a una doctrina económica cuyo mérito no discuto pero que no pasa de hipótesis comprobable. Nos falta la experiencia y es por lo demás absurdo creer que se pueda adivinar lo que convendrá a una sociedad desconocida aún, así como que pueda haber una sola doctrina en lugar de la experimentación en grande escala de todas las posibilidades económicas conformes a las necesidades de la libertad. Cuando un novato quiere adentrarse en la anarquía no encuentra, en verdad, grupo, libro o periódico que no esté afiliado a una u otra de las escuelas económicas, y entonces sus dudas hallan pocas simpatías entre los creyentes de los sistemas y de las soluciones de antemano formuladas. Déjese, pues, todo esto a un lado; la obra de acción y de propaganda antiestatista y anarquista es tan inmensa, que es preciso juntar a todos los que aman la libertad sin querer de antemano adoctrinarles y unificarles sobre el terreno económico. Cada uno se formará su propia utopía y se agrupará, si le place, con los más afines.

Sé muy bien que el sentimiento altruista está tan desarrollado en la mayor parte de los anarquistas, que durante mucho tiempo continuarán prestando todo su apoyo al sindicalismo; otros obrarán rebeldemente propagando ideas en su conjunto. Pero los que no encuentran en todo esto una satisfacción completa, que quieren huir del aislamiento relativo de la propaganda pura y al mismo tiempo no quieren dejarse engullir por el sindicalismo, estos encontrarán acaso un nuevo terreno de acción en la agitación antiestatista, que les pondrá en contacto con tantas personas como pudiera el sindicalismo y les permitirá hacer una obra libertaria más acentuada que la de éste.

El antimilitarismo es un excelente precedente; falta aportar sentimientos semejantes a ambientes más amplios y, al atacar el Estado, las leyes y la autoridad bajo todas sus formas, ir creando esta corriente de opinión antiestatista y de simpatía anarquista que un día facilitará la creación de un verdadero ambiente anarquista. Por lo demás, en todas partes, sobre el terreno de la lucha contra los prejuicios de la vieja moral, por la libertad del pensamiento y del arte, existen vagas aspiraciones que, por la propaganda y la acción de los libertarios, pueden volverse más conscientes, dirigirse contra la fuente de todo mal, la autoridad.

 Sea como sea, la anarquía, no será un hecho al principio sino para los anarquistas, y los demás se les irán juntando tan aprisa y tan numerosos —¿no hay cada día menos obstáculos serios para los que aceptan el librepensamiento y la unión libre?— hasta que les permita abandonar el Estado como se abandona hoy a la Iglesia o la moral de nuestros abuelos. Esta evolución, será secundada y se acelerará y tal vez sólo sea posible por la existencia de amplias simpatías antiestatistas que serán igualmente indispensables para impedir todo nuevo régimen socialista o sindicalista autoritario. Se trata, pues, de crear estas simpatías y he procurado demostrar cómo: apoyando con todas nuestras fuerzas, con una tolerancia y una paciencia extremas, todas las tendencias antiestatistas y antiautoritarias que se manifiestan y que son más numerosas de lo que se cree. Así daríamos bases serias a una verdadera liberación política y se crearía el verdadero apoyo necesario para una emancipación económica definitiva.

 Como alternativa a la organización jerarquizada, uniformadora y clasista de los Estados-nación, el anarquismo propuso desde sus orígenes el principio federal, basado en la libre unión de regiones, que respondieran a las necesidades y deseos de las personas, caracterizadas por la diversidad y el derecho al disenso.

Ya los pensadores clásicos, Proudhon, Bakunin y Kropotkin, propusieron un moderno programa federalista, que puede considerarse todavía hoy como el corazón de la teoría anarquista. También, y a pesar de los que digan lo contrario acusando al anarquismo de poco menos que ser una idea atrasada, se trata de propuestas que ya en su momento supusieron un adelanto a lo que tiempo después sería el intento de unificar Europa. En el siglo XIX, parecía imperar la idea nacionalista, con la terrible consecuencia después en el siglo XX (fascismo, totalitarismo, conflictos mundiales, genocidios…), pero pensadores lúcidos como los anarquistas tuvieron una alternativa federalista. Desgraciadamente, sufrieron el desprecio, tanto a izquierda como a derecha, empecinados en el centralismo, el autoritarismo y el nacionalismo.

 PROUDHON

Como es sabido, Proudhon fue el primero que dedicó parte de su obra a un programa federal como alternativa a ese centralismo, generador de una terrible maquinaria administrativa, que aplastaba la libertad en las naciones de Europa. A pesar de los terribles problemas que siguen acuciando a la humanidad en el siglo XXI, hay una victoria moral para esta visión federalista y libertaria, ya que el peligro que anunciaba Proudhon se ha observado en las distintas naciones del mundo, incluso en aquellas que a priori tienen una organización federal. Los seres humanos, como parte de una masa dentro de una maquinaria administrativa, suelen compartarse de forma necia, caprichosa y violenta. Sin embargo, enfrentados a una realidad concreta, como parte de un grupo específico en el que puede existir la diversidad, una solidaridad real y unos rasgos precisos, puede producirse una mayor responsabilidad y resistencia a la uniformidad y el autoritarismo.

La sociedad en la que queremos vivir debe basarse en la diversidad, no en la uniformidad. Bakunin, por su parte, supo prever el horror de los enfrentamientos entre los Estados nacionales modernos, que desembocó en dos grandes conflictos mundiales, así como la burocratización y dictadura de la doctrina marxista, en las que finalmente derivó la Revolución bolchevique. En su obra, Federalismo, socialismo y antiteleologismo, se recogen los diversos puntos del congreso en Ginebra de la Liga de la Paz y la Libertad. En los mismos, se habla de una unión de las naciones de Europa, para evitar guerras entre los pueblos, pero la organización política no debía ser ya el Estado debido a la desigualdad que la caracteriza.

Así, se pide una confederación internacional en la que los países miembro se dediquen a la reconstrucción de sus viejas organizaciones, fundadas en la violencia y la autoridad, para crear organizaciones que recojan los intereses, necesidades y deseos del pueblo. Estas, se basarían en la libre unión, según el principio del federalismo, pero también se reservaba Bakunin el derecho a la secesión para evitar toda tentación centralista y autoritaria.

Kropotkin, en sus experiencias prácticas y en su obra teórica, conectará el federalismo del siglo XIX con la geografía regional del siglo XX. En sus viajes tempranos, Kropotkin observó cómo el imperio zarista, con su monstruoso sistema administrativo centralizado, ahogaba cualquier intento de mejora local en las provincias orientales. El futuro para las provincias que integraban el imperio ruso debía ser una gran federación de unidades independientes sin autoridad central alguna.

Era un ejemplo de libertad espontánea, sin autoridad ni jefatura alguna, en la que los trabajadores respondían a sus propios intereses, que Kropotkin trató de elevar a gran escala para transformar la sociedad. No puede negarse la importancia entre regionalismo y anarquismo, en la que hay que citar también el nombre de Élisée Reclus, según la cual las zonas locales no son simplemente objeto de investigación, sino la base para una reconstrucción completa de la vida política y social.

Este movimiento anarquista, desarrollado a finales del siglo XIX y comienzos del XX, se adelantó en décadas a visiones para planificaciones más recientes. Su cometido principal era avisar de que era necesaria una perspectiva regional y federal para solucionar los problemas de Europa, algo que tal vez hubiera impedido el desarrollo de los Estados nacionales y sus terribles enfrentamientos durante el siglo XX. Hoy, como alternativa a la mezquina Unión Europea en la que impera las decisiones de las naciones más fuertes, subordinada además a los mercados del capital, estaría una Europa de las Regiones en las que, como deseaba Bakunin, pudiera sustituirse la autoridad estatal por la libre federación de individuos y comunidades. Las ideas anarquistas continúan pivotando sobre ese principio federal, ya que se considera que los Estados-nación, con sus gobiernos, su clasismo y sus burocracias, son un obstáculo para esa posible unión de regiones en las que la transformación social haya sido posible.

 Sigue existiendo un gran número de anarquistas que continúan identificándose estrechamente con la izquierda política de una forma u otra, pero cada vez hay más sujetos dispuestos a abandonar gran parte del peso muerto asociado con la tradición de izquierda. Las páginas de este texto están dedicadas a comenzar una nueva exploración de lo que está en juego al considerar si se tiene algún provecho al identificarse con la izquierda política como anarquista.

Durante la mayor parte de su existencia en estos últimos dos siglos, activistas, teóricos, grupos y movimientos conscientemente anarquistas han habitado una posición minoritaria en el mundo ecléctico de los aspirantes a revolucionarios de la izquierda. En la mayoría de las insurrecciones y revoluciones que definieron el mundo —aquellas en que tenían alguna permanencia significativa sus victorias—, los rebeldes autoritarios eran generalmente una mayoría obvia entre los revolucionarios activos. Incluso cuando no lo eran, estos rebeldes autoritarios ganaban la ventaja por otros medios. Si eran liberales, socialdemócratas, nacionalistas, socialistas o comunistas, seguían siendo parte de una corriente mayoritaria dentro de la izquierda política explícitamente comprometida con toda una constelación de posiciones autoritarias. Junto con una admirable dedicación a ideales como la justicia y la igualdad, esta corriente mayoritaria favorece la organización jerárquica, el liderazgo profesional (y también ofensivo), las ideologías dogmáticas (especialmente notable en sus muchas variantes marxistas), un moralismo auto-justificado y un aborrecimiento generalizado por la libertad social y una comunidad auténtica y no jerárquica.

Especialmente después de su expulsión de la Primera Internacional, los anarquistas generalmente se han encontrado frente a una dura elección. O bien podrían localizar sus críticas en algún lugar dentro de la izquierda política —aunque solo dentro de sus márgenes—, o por otro lado podrían rechazar la “cultura de la oposición mayoritaria” en su totalidad y tomar la posibilidad de ser aislados e ignorados por estos grupos políticos de izquierdas.

Mientras que muchos activistas anarquistas, si no la mayoría, han salido de la izquierda a través de la desilusión con su cultura autoritaria, la opción contraria de aferrarse a sus franjas e intentar adaptar sus temas en una dirección más libertaria se ha mantenido como un atractivo constante durante los siglos. El anarcosindicalismo puede ser el mejor ejemplo de este tipo de anarquismo. Ha permitido a los anarquistas usar ideologías y métodos de izquierda para trabajar por una visión de izquierda de la justicia social, pero con un compromiso simultáneo con temas anarquistas como la acción directa, la autogestión y ciertos valores culturales libertarios (muy limitados). El anarco-izquierdismo ecológico de Murray Bookchin, sea por el sello de municipalismo libertario o de ecología social, es otro ejemplo. Se distingue por su persistente fracaso para intentar ganar apoyo o adeptos a la causa en cualquier lugar, incluso en su terreno favorecido de la política verde.

Tal vez es hora, ahora que las ruinas de la izquierda política continúan implosionando, para que los anarquistas consideren salir en masa de su sombra que desaparece constantemente. De hecho, todavía existe una posibilidad, si suficientes anarquistas se desligasen de los innumerables fracasos, purgas y “traiciones” de la izquierda, es probable que los anarquistas puedan actuar por su cuenta.

Además de lograr definirse en sus propios términos, los anarquistas podrían nuevamente inspirar a una nueva generación de rebeldes, que esta vez puedan estar menos dispuestos a comprometer su resistencia frente a ideologías de izquierda en intentos de mantener un frente común con la izquierda política que históricamente se ha opuesto a la libre comunidad, donde quiera que haya aparecido.